Escribir una columna en un periódico no te vuelve gurú de signos, ni avezado timonel de la nave del pensamiento que ilumina a las masas anónimas. No te torna más inteligente. Eres uno más que piensa, o quizá es pensado por el lenguaje, las programaciones, los prejuicios, las sombras de la caverna platónica, el miedo, la indiferencia o todas las anteriores. En tal sentido, decirles a los lectores cómo deben votar me parece soberbio, de precaria ética, como las infamias gramaticales. Pensemos, sugiere el columnista. No más.

Pero le decimos no al pensamiento. A ese que aún se basa en inducciones y deducciones, en análisis y síntesis, que se rige todavía por el principio de identidad, por la unidad de los contrarios, por la negación de la negación, por la transformación de la cantidad en calidad, por aquel concepto según el cual dos cosas, iguales a una tercera, son iguales entre sí, por p entonces q, por la estructura toda de nuestras maneras de pensar, delirantes y psiquiátricas, según las cuales la paz está fuera, en procesos de otros, y no dentro de nosotros mismos.

¿Pensar? ¿A quién le interesa? Que piense Humberto De la Calle. Un profesor uruguayo renuncia a la enseñanza en una facultad de Comunicación Social porque sus alumnos, alienados por la tecnología, dormidos entre redes sociales, se niegan rotundamente a transitar por las autopistas del pensamiento. Si por allá llueve por acá no escampa. Los colombianos llevamos 200 años mirando pasar nuestra historia desde la esquina más cobarde de la apatía, como si eso que pasa no fuéramos nosotros pasando, callando, otorgando. Que piensen otros. Que los egos de Uribe o de Santos piensen por nosotros. ¿Sí o no? Es asunto de la consciencia de cada cual y, ya se sabe, la mayoría la tiene limpiecita porque jamás la ha estrenado. Lo no pensado nos delata inconscientes.

Para pensar, y por supuesto decidir, se necesita información y formación, pero carecemos de ambas en forma alarmante, patética y amnésica. O percibiríamos con claridad meridiana que cada vez que se nos ha convocado para opinar, de una manera plebiscitaria, ha sido para utilizarnos como tontos útiles de una élite que también lleva 200 años aposentada en el poder. Así apoyamos el Frente Nacional, con su paridad como de lógica del absurdo, o la Constituyente, convocada para transformar al Parlamento. Veinte años después, como en la novela de Dumas, el monstruo se ha tornado mucho más temible, Leviatán reencarnado.

Decir sí o no no nos exime de la responsabilidad del después. ¿No habrá violencia? ¿Tendremos un buen Congreso? ¿Habrá desaparecido la injusticia social en Colombia? ¿Nos habremos comprometido, como individuos, tú yo, lector, a diseñar la arquitectura de una sociedad más justa? ¿Ningún colombiano explotará a otro? ¿Qué haremos como resultado de esa toma de decisión? ¿O seremos tomados, una vez más, por la decisión de otros?

Por nosotros, no por los egos de Uribe o Santos, ¿sí o no? Y si es cierto que de ese maniqueísmo pueril depende el futuro de Colombia, perdónanos, patria, porque no sabemos pensarte, menos aún al borde del abismo.

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