Este ser humano que escribe, mientras lo hace, tiene al menos dos maneras de acercarse a los temas que trata o la tratan. Desde fuera, considerando que lo otro, aquello que motiva la escritura, es un objeto externo a él; o desde dentro, reconociendo que uno mismo es parte de aquello que lo ha llevado a escribir, como demostró Werner Heisenberg –cuyo apellido, signos de los tiempos, hoy es famoso por la serie de TV Breaking bad–, en los dominios de la física, al amanecer del siglo XX. Por eso, justamente, nadie es objetivo, todos participamos en el experimento que llevamos a cabo. Pero que nadie lo sea, y muchísimo menos un columnista, alguien cuyo subjetivo oficio es opinar, no quiere decir que la objetividad no siga siendo un imperativo categórico de la escritura.

Los colombianos llevamos doscientos años en guerra civil con nosotros mismos. Se sabe que por lo menos nueve grandes guerras atravesaron, como una enorme cicatriz, el siglo XIX, y la centuria siguiente, más allá del fin de la Guerra de Los Mil Días, se inicia con el genocidio del general Rafael Uribe Uribe –en cierta forma, modelo del coronel Aureliano Buendía– y la Matanza de las Bananeras. Nos hemos matado porque los caciques de uno y otro bando, los dueños de las tierras, nos han utilizado como carne de cañón, justificándose para ello con una supuesta ideología liberal, conservadora, o lo que fuere. Pero en realidad hemos estado en guerra con nosotros, con nuestros prejuicios, creencias, programaciones, hemos sido la manada de The Matrix que se lleva y se trae por los caminos de la historia sin ninguna consciencia de sí misma.

Y nuestro compromiso, con nosotros mismos, no con ningún gobierno, va mucho más allá de decir Sí o No. Va por la elección de una sociedad más justa para todos, una sociedad que no te discrimine, para empezar, porque digas Sí o No, que no te califique, o descalifique de una u otra manera, con este o el otro rótulo, donde no haya lugar como hoy para odios, envidias y resentimientos que también suelen camuflarse bajo el disfraz de la ideología. Y esa sociedad, aunque aquí a casi nadie le gusta escuchar eso, se construye desde dentro, muy al sur de la mente de cada uno de nosotros, esa mente contaminada por discriminaciones, desencuentros y rechazos de larga data, los cuales nos deberían llevar precisamente a firmar no uno, sino muchos acuerdos de paz con nuestro odio, con nuestra intolerancia, con nuestra gigantesca dificultad para aceptar al otro tal y como el otro es, a las circunstancias tales y como ellas son y a uno mismo tal y como uno es. Eso sí sería tratar el tema desde dentro, pero, ¿quién quiere?

Buscar objetividad, en medio del pantano de las opiniones, que por muy lúcidas también abonan el terreno de la guerra, es, aunque parezca paradójico, adentrarse en el territorio de uno mismo, allí donde comienzan todas las guerras, allí donde ojalá terminen alguna vez. Para eso hay que aceptar, cosa que tampoco le gusta a mucha gente, que somos todos los colombianos los que estamos más o menos enfermos de odio y de violencia. Que el proceso de sanación es largo, y apenas empieza. Por en eso, en realidad, la paz se firma es con uno mismo.

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