Sentirse uno mismo. Esta extensión de piel que llamo “yo”, esta mirada que revierte en oscuros socavones de la memoria, estos hábitos, estas letras, estos derechos, estas obligaciones, estos silencios cultivados a la vera de dos palabras y un interrogante, esta reflexión incesante, esta paz que no encuentro ni en mí, ni en tí, ni en la guerra civil interna del país, este que soy y que se sabe aquel. Aquel roble que pervive para siempre en el patio cósmico de mi infancia, aquella mecedora con el reflejo de la silueta de mi abuela proyectado en la pared de la terraza, aquel temblor de todas las cosas cuando llegaba diciembre con su ventolera, aquel barco pirata de juguete navegando eterno en la pileta del jardín, aquel que fui y que sigo siendo, el que espera, viejo Bob Dylan, que la respuesta la traiga el viento.

Sentir al otro. La soledad de mi padre en la noche sin puertas, sus bigotes milimétricos y su cabello engominado, que me recordaban a Mandrake El Mago, la cabellera roja de mi madre, que caía como una cascada sobre mi rostro de cinco años mientras leía: “cultivo una rosa blanca, en junio como en enero, para el amigo sincero…” Las gotas de sudor sobre la piel pecosa de la alemanita rubia que me acompañaba en las últimas bancas del bus del Jardín Infantil Alemán, la señorita Socorro dibujando el mapa de Colombia, Frau Bernhardt moviendo los títeres tras un teatrino de madera, la brisa exacta de una tarde de viernes a comienzos de los años sesenta, mientras Bob Dylan cantaba Like a Rolling Stone, y yo le robaba un beso a Lizette detrás de la puerta, las nubes que vi pasar por tus ojos la otra tarde, como si fueras una obra de René Magritte, el desguace del crepúsculo barranquillero, el irredimible rostro apócrifo que ostenta el presidente Santos, la ira adictiva en los ojos de Uribe, la fragilidad de Francisco Santos, su vulnerable candidez, la ‘mala vibra’, la hipocresía asfixiante del “cómo vas”, ese aroma psiquiátrico que emana de tanta gente en esta sociedad enferma que no fue educada en lo sensible.

Sentir el mundo. Las iguanas en el parque, apacibles, tiernas, hermosas. Esa mujer que pasa con un paraguas bajo la lluvia y se pierde en los umbrales de la melancolía, el alféizar de la ventana donde un pájaro hace su arribo instantáneo, las reverberaciones terroríficas del mediodía barranquillero, la mansedumbre bucólica de una hamaca en alguna finca extraviada en las bellas sabanas de Córdoba, el andar erótico y displicente de Blanca y Mimí, las gatas de San Andresito; las pinturas religiosas de San Nicolás de Tolentino, que han redimido tantas mañanas de mi búsqueda; el mar, claro, la mar abriéndose en la tarde a la sed infinita de la mirada que jamás la abarca, porque es mujer y eterna, esta ciudad sin arte ni poesía que uno ha aprendido a amar desde el arte, con poesía y corazón de niño.

Sentir, no tanto pensar desde el ego, ni formular diagnósticos vanidosos, que eso separa más. La vida es otra cosa y la paz está en otra parte. Ambas te encuentran, y te abrazan, en el alma que he puesto en estas palabras. Lo demás, Bob Dylan, viene volando en el viento.

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