Pero en un país que no lee, nosotros, los barranquilleros, somos los que menos leen. Qué pena. Mentira: ninguna, esa carencia endémica nos tiene por completo sin cuidado, la lectura no forma parte ni de nuestra sensibilidad ni de nuestro sistema de valores, si es que profesamos alguno que no sea la ética del billete y el arte de explotar a los otros.

En un colegio estrato cósmico, un día festivo, del racimo parlante de las madres de familia, una se separa de repente en el verano y dirige sus pasos hacia la biblioteca escolar. Las demás la miran horrorizadas. ¿Qué le pasa? ¿Cómo es posible que prefiera ir a ese antro que permanecer con el jocoso grupo que cultiva las venenosas artes del chisme y la calumnia? ¿Está enferma? ¿Andará en “malos pasos”? No: es una lectora.

Si escribes, por ejemplo, una columna llena de ira y adjetivos atroces contra quien sea: Santos, Uribe, Timochenko, o Bob Esponja, desde las nutridas galerías del Coliseo romano de los mass media y las redes sociales, te aplaudirán enardecidos con sus bajos instintos al aire libre. Pero si hablas sobre la urgente necesidad de promover la lectura en un país de tantos odios, resentimientos y violencias, es posible que nadie te lea o de pronto que procedan a lincharte con adjetivos de ralea sin redención. ¿Por qué?

Porque no leen, jamás nadie les enseñó que ese hábito sanador consistía precisamente en tomarse la escucha desde los ojos que pasean, acuciosos, por el borde de las letras para aceptar que hay otras maneras de pensar, y sobre de todo de sentir, muy diferentes de las suyas, y que se expresan con lenguajes sutiles que un simple, maniqueo y bárbaro estoy a favor o en contra, amo u odio, lo que me dice el sistema que debo amar u odiar. No leen, estoy seguro que fueron muy pocos, no importa nada si eran partidarios del Sí o No, quienes leyeron las insufribles 297 páginas del Acuerdo de Paz. Y negarse a leer es negarse a pensar, principio de toda guerra entre estúpidos.

¿Pero qué lee la gente? No sé, la verdad, pero intuyo que la bazofia seudo literaria y orientalista ready made que se exhibe en el supermercado junto al papel higiénico y las toallas sanitarias, mucho más sabios y ejemplarizantes que aquellos textos y sus contextos. ¿Qué pasó con los clásicos? Sospecho que han sido relegados por unas letras de alcantarilla, con un milímetro de profundidad y ninguna auténtica búsqueda estética, escritas por una nueva especie de delincuente novelístico que también busca es ser aplaudido por los bajos instintos de las masas cibernéticas. Todos hablan de la basura de moda. Peor aún: se la vomitan encima a uno cual verdad revelada.

Leer los clásicos, esos libros maravillosos, tiernos, llenos de humor y amor, que continúan enviándonos, en la noche de los siglos, sus mensajes universales y eternos de humanidad, es camino de salvación de almas perdidas, de mentes contaminadas, de la estupidez planetaria. Leerlos, y promoverlos, en medio de los escombros de la inteligencia, contra viento y marea, es una misión sagrada, porque: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro sino hace más que otro”.

diegojosemarin@hotmail.com