Debería estar hace décadas en el museo de cera, pero aún florece como la verdolaga. Viene de la Edad Media del pensamiento, de una mentalidad escolástica, fundamentada en el magister dixit, que nos legaron los españoles, por supuesto. Es un sujeto que apabulla con una jerga incomprensible, un currículo que más parece pedestal inalcanzable de su ego, una manera de exponer que se ahoga en los abismos insondables del tedio y el vacío y una incapacidad autista para comunicarse con su auditorio, al cual solo le resta exclamar, resignado: “este tipo debe ser inteligentísimo, no le he entendido nada”.

Pervive en el aula, escolar o universitaria, en la sala de conferencias, en el seminario-taller, en la sombra del matarratón soñoliento, ya sea apuntalado por rigurosas citas bibliográficas o por seis frías aéreas. Lo importante, el único propósito de su culta latiniparla, es demostrar al Cosmos que él siempre tiene la razón. Dios te libre, lector, de toparte con un sujeto tan obeso de ideas ajenas como flaco de las propias. Su exposición es lenta, pastosa y aburrida a morir. Pobres hijos nuestros a quienes les toca sufrir la irracionales y abusivas egomanías académicas de estos sujetos tan ponderados, quienes saben tanto que no saben sino a lo que sabemos, y son incapaces de pensar por cuenta propia. Siempre es: “Fulano dijo”, pero nunca: “yo digo”.

Deberían reposar en el museo de cera de las ideas, pero en estos tiempos donde el pensamiento ha sido sitiado, cual ciudad amurallada, por las huestes bárbaras de las redes sociales, parece que se han multiplicado hasta la infamia, hasta tal punto que sus diagnósticos y febril manía opinante están casi que arrasando con la hierba, claro, como Atila, de las auténticas, cultivadas y sensibles formas del pensar, sentir, volver a pensar y volver a sentir en el tamiz de la crítica y la autocrítica. Están en todas partes, como el dios de los teólogos, hasta escriben columnas y se esconden, como agentes encubiertos de la intolerancia, en farisaicas posturas democráticas. Hay que estar atento, y revisarse uno mismo a ver cuánto le queda aún de anacrónico expositor magistral.

Además porque esa tonta y vanidosa noción del intelectual puro está mandada a recoger también. Uno piensa, y escribe, y habla, es con las emociones, con los instintos, con las entrañas, y así también se debería enseñar, de modo que a los jóvenes les bulla en el alma la corriente eterna de la vida, que viene con los mecanismos del pensamiento, pero también con la energía insaciable de cada célula de nuestros cuerpos. Somos pieles, no intelectos. De ahí, y no desde las narcisas retóricas intelectuales, es donde se debería experimentar y profesar el arribo a una novedosa forma de adquirir el acceso al conocimiento.

Esa transformación, como tantas otras, llevará décadas, y aún tendremos que soportar muchos años ese paradigma medieval de la educación que se oxida como el Titanic en las mentes vetustas de los expositores anacrónicos. Pero aquí y allá, por fortuna, ya se percibe esta brisa esperanzadora que trae versos de verdades recién nacidas en el paraíso de la humanidad.

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