Escribía como un músico llevando con los pies el compás de sus versos, como un pintor romántico bordeaba con sensibilidad pura y conocimiento sólido las memorias de su infancia, la fe en el arte, el cariño del pueblo, la preocupación por Barranquilla. Enseñó, generoso, a verbo entregado, con pasión y humor todo cuanto habían leído su mente brillante y su corazón enamorado. Lucero Martínez Kasab

Reproducimos este texto en homenaje a nuestro columnista fallecido hoy hace ocho días.

Sospecho que va a desaparecer, y esa sospecha me arruga las entretelas del corazón. Hablo, casi canto desde un rincón de mi alma, acerca del bus de Puerto Colombia, que tiene incuestionables poderes mágicos y es tan bello, tan simple y puro como el atardecer anaranjado que acaricia el borde de la mar.

Era amarillo en mi infancia, y tenía elefantes azules a los lados. Dentro de él estaba uno de los personajes más importantes de mi niñez: la alemanita rubia –¿qué habrá sido de su vida?, ¿qué habrá sido de la mía?–. Estaba tan enamorado de ella como de la lluvia en los días sin clases. El bus de Puerto me llevaba, me sigue llevando para siempre, desde siempre, al Jardín Infantil

Alemán Johan Wolfgang Goethe, donde Frau Bernhart manipula unos títeres también para toda la eternidad, para mi adoración perpetua, oh, mi divina maestra alemana, escondida, como una niña más, detrás de un biombo de madera, con qué amor te recuerdo.

El bus de Puerto Colombia viaja a través del tiempo y el espacio. Se achata, se alarga, ¡nojoooooda!, es elástico, subjetivo, temperamental; es una nao fantasma: transita a una vertiginosa velocidad de crucero, pero también trepida a la velocidad de la luz de los recuerdos. Se parece a la Teoría de la Relatividad: uno no sabe si se dirige hacia el mar, o si es el mar quien se dirige hacia él. Pero sospecho que va a desaparecer, como desapareció Bellas Artes, como se hundió el Muelle de Francisco Javier Cisneros, como desaparecieron la educación y la cultura de las calles de Barranquilla. Porque la belleza desaparece del escenario de nuestras vidas cuando los ciudadanos pierden la memoria, esa que nos dice quiénes somos, de dónde venimos, para dónde vamos.

En ese bus está mi destino, ahí viaja toda mi vida. Me veo pasar, asomado a sus ventanillas, en distintas edades de mi vida. Intuyo que deben ser muchos los que sienten lo mismo, seres que no han perdido esa facultad de la inteligencia sensible que está en vías de extinción. Una vez más: estoy hablando de la memoria. Uno escribe para colocar flores exóticas en el altar de la memoria, para iluminar el museo del tiempo que ya pasó, y siempre pasa, no hay manera de evitarlo: el único antídoto es el arte. Por eso, porque temo que el bus de Puerto Colombia se vaya en cualquier momento hacia su viaje definitivo, quiero dejar constancia de su poética existencia. Hay gente, lo sé, a la que le da pena decir que anda en bus. Esos no entenderán jamás de qué estoy hablando, y no hay nada qué lamentar.

Tan solo quisiera ser un pintor primitivista, un Noé León, para pintarlo con la misma ternura de colores primarios con la que ese artista pintaba los buques de río. Al bus de Puerto Colombia hay que mirarlo con ojos de niño, desde la inocencia y el asombro. Ahí va el pueblo, ese que no invitan a los foros sobre el Caribe, ni falta que le hace: ellos son el Caribe. El pueblo, sí, la gente de los municipios, esa a la que no reconoce Carnaval S.A., ni falta que les hace: ellos son el único y verdadero Carnaval. El pueblo, esa gente creadora, que siempre está bien, y da de lo que no tiene, las caras lindas de mi pueblo van en el bus de Puerto Colombia. También van todos los mares, los amores y la felicidad. Por eso, lector, si algún día no me ves, si algún día no me lees, deberá ser porque me fui para siempre en el bus de Puerto Colombia.