Vivimos en un mundo en el que, de acuerdo con la última lista de la revista Forbes, Bill Gates (fundador de Microsoft) es la persona más rica con 75 mil millones de dólares en riqueza neta. En el año 2013, último para el cual el Banco Mundial ofrece datos a nivel global, se estimaba que 1205 millones de personas vivían con menos de 1,90 dólares diarios; esta es la definición de pobreza extrema más extrema.
De forma que haciendo simple aritmética, Gates podría erradicarla (al menos temporalmente) otorgando incluso los 1,90 totales a cada pobre y quedarse con 72 mil millones. ¿Saben qué? Seguiría siendo el hombre más rico del mundo, lejos del segundo, Amancio Ortega, con sus 67 mil millones. Ni en sus más locos sueños los más poderosos a lo largo de la historia pudieron imaginar semejante poder. Bajo este criterio, vivimos la peor época de la historia humana. Una verdadera época tenebrosa y siniestra, solo que con mucha tecnología.
Ante esta obscena, injusta, autodestructiva situación (las razones por las que la desigualdad puede ser negativa para la economía las he abordado en otra columna de opinión) sería entendible que los economistas estuvieran preocupados por meter en cintura a la economía de “libre” mercado, para hacerla más humana. Resulta, sin embargo, que los que dominan la “ciencia” económica están muy preocupados, sí, pero por los supuestos efectos negativos de incrementar los salarios mínimos.
Desde un punto de vista macroeconómico, el argumento central que arguyen es que genera inflación. Me permito ofrecer tres posibles respuestas a su preocupación. Primera, la mayor de las veces el salario mínimo es tan mínimo que su aumento rara vez de verdad genera presiones inflacionarias. Segunda, el aumento en el salario mínimo puede aumentar la productividad y por tanto no aumentar los costos de producción. Tercera, el poder de mercado es una de las razones por las que las empresas pueden “pasarle el costo” a los consumidores. Por tanto, fomentando la competencia también se lucha contra la inflación, no nada más aumentando la tasa de interés o manteniendo el mínimo bien mínimo.
Espero, sentado porque sé que de pie me voy a cansar mucho, el día en que a los economistas que controlan la así llamada, probablemente con justicia, “ciencia lúgubre” les preocupe imponer topes a la riqueza máxima y las herencias. Seguiré esperando, muy probablemente, hasta las calendas griegas. Quizás son (o somos, debo incluirme con vergüenza) sirvientes del poder.
*Profesor del IEEC, Uninorte. Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad exclusiva de los autores y no comprometen la posición de la Universidad ni de El Heraldo.