Uno de los legados que nos deja 2016 son varios hechos que nos llevaron a poner los pies sobre la tierra en relación con los alcances sociales en materia de derechos humanos en nuestro país.
Lo que la coyuntura ha hecho evidente es una gran fractura en ese país soñado desde la Constitución, algunas leyes y muchas sentencias, concebido como un Estado Social de Derecho. País que parecía ya alcanzado desde el entusiasmo de promotores y defensores de los derechos y aceptado socialmente más en el terreno de lo políticamente correcto, que en las convicciones profundas de la sociedad.
Podríamos decir que en asuntos de derechos en Colombia se ha avanzado más en el ámbito legal y mucho menos en lo social y cultural. Los logros en este aspecto se deben más a presiones sociales y demandas que han desembocado bien sea en acuerdos como la Constitución del 91 o en sentencias de la Corte Constitucional, pero no han sido producto de decisiones de las mayorías, ni siquiera del legislativo. Esto es claro, los desarrollos en materia de derechos se soportan más en sentencias que en leyes, pues cuando se trata de decisiones complejas que podrían contravenir valores de la sociedad los políticos prefieren acomodarse al sustento moral de sus electores en lugar de avanzar en la construcción del bien común. Es por eso que se argumenta que los derechos de las minorías se acuerdan pero no se votan.
Una de las mayores limitaciones para los avances sociales en materia de derechos humanos es que su marco de interpretación se ha trabajado más en lo discursivo y mucho menos en transformación cultural. Muchas veces recitamos los derechos, pero seguimos utilizando los valores como marco de comprensión, interpretación y acción en la vida cotidiana, no solo por parte de las personas sino también de las instituciones.
De hecho, es muy común que lo que se considera un valor –por ejemplo, la familia heterosexual–, vulnera de manera frontal algún derecho –unión de parejas del mismo sexo–, o por el contrario, un derecho –interrupción del embarazo en determinadas circunstancias–, va en contravía de lo que se considera socialmente un valor –no al aborto–. De hecho aparecen confusiones tales entre valores y derechos, que se escuchan expresiones como “yo tengo derecho a ser homofóbico”.
No podemos negar que ha habido avances en algunos aspectos. Hoy en día, por ejemplo, consideramos menos normal la violencia contra la mujer o el maltrato infantil, que en otro momento cuando eran simplemente formas de preservar los valores. En el primer caso, la violencia incluso era sustento del control a la mujer para su permanencia en el seno de la familia y la preservación de la unión familiar y en el segundo, el maltrato para la adecuada educación de los hijos. Gracias a la comprensión de los derechos de la mujer y de los niños y niñas esta situación ha ido cambiando.
El año 2016 mostró con más énfasis los valores en el marco de lo político, desdibujando lo políticamente correcto en materia de derechos, poniendo en algunos casos por ejemplo, la homofobia, como sustento de marchas en la plaza pública, de los debates en medios sociales y por supuesto, detrás de muchos votos depositados en las urnas.
No creo que 2017 sea un año diferente, gran parte del debate político tendrá que ver con esta confrontación. Por un lado, los valores de una gran parte de la sociedad, que por supuesto tienen mucho arraigo cultural y una profunda base emocional, los cuales en muchos casos tienen componentes de discriminación. Del otro lado, los derechos humanos, con un gran terreno ganado en nuestra sociedad, el sueño de una sociedad más incluyente de la diversidad, respetuosa de las otras personas, pero sobretodo de las minorías. Unos derechos que aún suenan retóricos, demasiado racionales y sobre los cuales tenemos un gran reto que es emocionalizarlos, que se conviertan en marco de interpretación de la vida cotidiana, pero que sobretodo que su vivencia y defensa nos generen profundas emociones, tal vez no tantas que podamos ser manipulados con ellas.
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