Las personas vehementes –que defendemos con fuerza nuestras opiniones no tenemos las menores ganas de ser políticamente correctas y no transamos en nada ni para obtener beneficios– terminamos siendo descritas como furiosas, intolerantes y hasta perros con mal de rabia por aquellos que están instalados en la zona de confort y disfrutan creyendo en la posverdad, porque se acomoda a la perfección a sus necesidades personales, que siempre estarán por encima de las del grupo, la comunidad, la ciudad, el país y hasta la familia, si es necesario.

Y el problema no está en la diferencia de pensamiento ni en la argumentación misma sino en la forma como lo hacemos, porque en la medida en que los vehementes salpicamos nuestra conversación o escritura con un vocabulario fuerte, castizo, que otros llaman vulgar o plebe, está servida la confusión y entra de inmediato el juicio y la suposición. Un caso: le envío una instantánea callejera a un fotógrafo profesional creyendo que al ver el carro parqueado casi dentro de la paredilla de una casa, obstruyendo el paso de los peatones y casi impidiendo la entrada a sus residentes entenderá mi texto “estoy mamada del abuso”, recibo como respuesta un —no entiendo por qué no explicas, hablas con rabia—. Yo solo tenía prisa, pues entraba a una reunión inaplazable ni un segundo. Por eso afirmo que la vehemencia nos condena.

Peores respuestas obtenemos cuando hablamos en redes sociales con nuestra verdad, desde nuestra única y personal experiencia, algo incontrovertible aunque puede o no ser aceptada. Las personas que por coincidencia, o peor, suposición, se sienten tocadas, la emprenden a golpes verbales, insultos, juicios y calificativos desde su imaginario, aunque hayan estado perfectamente ausentes de nuestro propósito. Se cumple allí ese viejo adagio de que “al que le caiga el guante que se lo chante”, que es una de las más viles formas de reaccionar a lo que los terceros dicen, porque los vehementes no usamos esos artilugios cuando necesitamos hacer saber a alguien nuestro pensamiento o sentir. Justamente el poder de la vehemencia nos hace llamar al pan, pan y al vino, vino.

Y cuando los vehemente opinamos, como en mi caso en los medios, y llegamos al ámbito público, ahí sí que molestamos, porque funcionarios y políticos toman personal lo que expresamos sobre las necesidades de la comunidad o la conveniencia o no de determinadas decisiones que nos afectan a todos. Y venga la pesquisa a nuestra vida íntima, la suposición de que queremos billete con oferta o los mensajes amenazantes. ¿Acaso no tenemos derecho a esa vehemencia, que no es ofensiva?, ¿por qué nos interpretan cuando es más fácil y simple entender que la vehemencia es algo motu proprio?

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