Atardecer lluvioso. Melancolía tras los cristales. Un libro. Y en la portada, un hombre con mirada frentera. Alerta. Incisiva. La misma desde cuando tenía siete años en la fotografía con su hermana Lola: Pablo Picasso. Que ya proyectaba su desafío frente a la vida desde el mismo instante de su nacimiento en la Málaga marinera y luminosa, a las once de la noche de un veinticinco de octubre de 1881, cuando la comadrona al ver que ni lloraba ni respiraba, lo dio por muerto y lo dejó sobre una mesa donde revivió por el humo del puro que se estaba fumando un tío suyo: “Di un bramido de furia”. Así aludía al episodio que sería para él, por siempre, el símbolo de su intensidad por vivir y tenacidad para enfrentar la vida: un volcán siempre en erupción. Que le hizo desprenderse de la protección paterna del respetable pintor de profesión que era su padre, profesor en la Escuela de Bellas Artes de Málaga, en la que también soñaba para su hijo una plaza en la misma reputada escuela.
Recientemente, he pasado unos días en Málaga. Desde la ventana de mi hotel veía la fachada del histórico Museo de Bellas Artes de San Telmo, donde trabajó el padre de Picasso y él se formó.
Por esos días, el azar, me paso por la Plaza de la Merced y el edificio donde nació y vivió hasta los diez años, Picasso. Esa plaza por la que tantas veces, de niña, crucé de la mano de mi madre. Entonces no se hablaba de Picasso. El malagueño universal que de niño jugaba a inventar corridas de toros donde él era el matador.
Desde Puerta Oscura, frente al mar, como en un murmullo de oración, tarareo: “Málaga, inglesa y mora, a la vez que es andaluza... En sus torres se abre el día y a sus pies se rompe el mar…”. Digna cuna para tan gran pintor.