Me despierto con una extraña sensación: no estoy en el hotel lujoso al cual íbamos hace veinte años; no veo el bufé ni las viandas, ni la playa, ni los grandes malls que tanto ama la copiloto. De repente me encuentro en un sitio extraño, como sacado de La Divina Comedia. “Qué vaina es esta?” Una joven me pide órdenes médicas, antecedentes, y no el check in al cual estamos ya acostumbrados; me asignan una suite con vista a las nuevas torres residenciales de Barranquilla. En vez de vestido de baño me zampan una bata azul amarrada atrás como delantal. Se me enfría la cola. La bata no la cubre. El ‘coctel de bienvenida’ son 4 pepas de colores alegres y un vaso de agua al clima. Y empieza el chequeo. Máquinas que suenan como el tren de Macondo, otras que te hablan, que te dicen: “Tome aire, suéltelo, no respire”. Y yo ahogándome. A las 6 p.m. llega la cena: un caldito. Entra una joven de blanco, con una puya en la mano: “Lo vengo a canalizar”. Me siento un Bocas de Ceniza. A las 8 p.m. hay que apagar las luces. No puedo conciliar el sueño. La cama es moderna, sube la cabeza, baja la cabeza, de vaina no habla, pero no es ‘tu cama’, que ya cogió la forma de tu cuerpo. Y a las 4 a.m., cuando por fin te duermes, entra el ‘fantasmita’ y te clava el termómetro en la boca para que no puedas protestar, me pone un aparato en el brazo que infla como una bombita, y así, quedo a su merced. Finalmente me doy cuenta, con nostalgia y algo de frustración, que ya han pasado veinte años desde aquella feliz época de los días de verano en la playa, pero es tanta la tranquilidad que sientes de haber salido bien del control, que es casi la misma alegría de cuando hacíamos check in en nuestro hotel. Y después dice el tango “que 20 años no es nada”,
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