Al utilizar esta frase no pretendo suplantar a ningún creyente que le otorga poder a unas palabras supuestamente divinas, o a unos glóbulos rojos. La menciono desde la visión de la semiótica, que es la ciencia que se ocupa de los sistemas de comunicación entre los humanos al estudiar las propiedades generales de los sistemas de signos, que son la base para comprender toda actividad humana en virtud de ciertos códigos socialmente aprehendidos. Un signo puede ser un evento o un objeto que tiene un significado para alguien y, por lo tanto, un sentido. El contexto en el que esto encuentra sentido es un gran dominio llamado lenguaje, lleno de intérpretes, discursos, signos, significados y emociones en medio de unas reglas fijas que dan lugar a códigos estructurados que a su vez dan origen a un gran fenómeno social: la comunicación.

Cada uno de nosotros es intérprete y receptor al unísono en un sistema en continuo movimiento que constituye la cultura. Nadie está exento de ella, de hecho, ayudamos a construirla con cada acto nuestro en cada situación de la vida, como sujetos activos o pasivos. Porque detrás de cada acción, buena o mala, hay una emoción que la promueve. No somos seres racionales, somos absolutamente emocionales, así nuestro discurso esté adornado con las mejores galas lingüísticas, o empobrecido con las peores vulgaridades. Somos lo que hablamos.

El lenguaje es capaz de crear por sí solo una cultura íntima, familiar y social, por lo cual se le puede otorgar un enorme poder al discurso y a su intención, que devela la emoción que lo precede. Un ejemplo práctico de este poder se materializa en Colombia, en donde hemos sido capaces de crear un clima de violencia verbal tan dañino como la guerra que estamos dejando atrás, quizás más virulento aún. Somos capaces de gritarnos las peores ofensas como única alternativa dentro de un discurso carente de argumentación, pero con el que tenemos que imponer nuestro criterio. Algo así como “mi revólver es más largo que el tuyo”, lo que ha llevado a un trastoque tan significativo de los valores que por encima del argumento está la ofensa, el grito, el chisme, el trapo sucio, la amenaza contra la vida del otro.

En estos momentos Colombia se encuentra en vilo por la pelea ignominiosa entre un expresidente y un periodista, constituyendo un espectáculo bochornoso que no nos merecemos como país, en especial porque sus palabras están cargadas de un poder negativo que deja un mensaje de odio capaz de polarizar a los que están a favor del uno o del otro, creando un clima de guerra que nos mantiene en la pesadilla de la horrible noche que no cesa.
No podemos evitar que los medios publiquen las últimas ofensas que se dijeron, pero sí tenemos el poder de apagar la radio o el televisor, o cerrar el periódico o la página de internet, para negarnos a escuchar más del asunto. Qué mamera.

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