José González Llorente nunca supo que cayó de gancho ciego, siempre dijo que no fue ofensivo con nadie, solo se negó a prestar el florero, porque podrían romperlo. Tampoco supo nunca por qué omitieron su apellido y le dejaron solo el Llorente, claro es más sonoro, más ‘español’ para efectos de la historia. Cayó de gancho ciego porque lo del florero fue una excusa, la cosa ya estaba montada por la élite bogotana que la armó, para variar, sin avisarle a la provincia, que Cartagena y Popayán eran las más importantes.
Festejamos la Independencia porque un 20 de julio como hoy, pero de 1810, se fijó como fecha oficial para que la cosa, cacareando el huevo antes de ponerlo, empezara por Bogotá. La precocinada revuelta sirvió de excusa para armar el alboroto que abrió el camino a las posteriores luchas libertarias contra los españoles. Pudo ser cualquier día, pero los historiadores decidieron que fuera hoy, como símbolo, que toda historia necesita un símbolo, no importa que la verdadera independencia fuera años después, cuando los últimos derrotados soldados españoles fueron repatriados desde Cartagena. Pero así es la historia, fíjense que hasta la Declaración de Independencia de U.S.A. se redactó y firmó en Pensilvania el 1 de julio (1776) y estaba lista el 2, pero convocaron al Congreso el 4 para que alcanzaran a llegar, y así el festejo de la fecha fuera un evento protocolario. El evento de aquí, como somos violentos, se protocolizó con una revuelta.
La historia siempre trae carretas y exageraciones. Hasta la universal. Lo de Alejandro Magno, por ejemplo, que arrancó su campaña con cincuenta mil hombres a caballo y a guayo, tremenda logística, alimentar tanta gente y tanto caballo requiere convoyes de tractomulas y cientos de cocineros, sin contar con que se perdía la sorpresa, que a millas los delataría el olor, tanto cuerpo evacuando a campo abierto. La de aquí la escribieron Jesús Henao y Gerardo Arrubla, cachacos ellos, primeros en narrar la Historia de Colombia, montaron su carreta acomodada que durante muchos años sirvió de texto en los colegios, y la cosa quedó así. Por ejemplo lo de Girardot, en plena batalla cargando la bandera, y tirando un verso: “Permitid Dios poderoso que yo plante esta bandera…”. Bacano, pero nada que ver. O lo del Puente de Boyacá, que solo con la frustrante visita se establece que lo construyeron para calesines de féminas, pues ningún combatiente necesitaba ser Ibargüen para saltar el arroyito; también lo del fumador Ricaurte, y varios cuentos así.
La historia trasciende según quién la cuente. Esperemos que en unos años, ya sin mermelada, sea escrita por gente seria. Así señalará que el proceso y su manejo internacional fueron impecables, y que lo malo del Acuerdo fue el Acuerdo mismo y las exageradas concesiones otorgadas que, sumadas a un errático gobierno mintiendo seguido para maquillarlas, generaron inmenso rechazo popular que fue desoído. Ojalá sea así, y no que desde el gobierno la historia la escriban los guerrillos.
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