Lo vi hace unas noches en la ‘tele’. Su sonrisa dulce y triste y la mirada profunda rebosando cariño te atrapan y te reconcilian con la vida: era Morgan Freeman. ‘El chofer de Miss Daisy’ y ‘el Nelson Mandela inolvidable de Invictus’, bajo la dirección impecable de Clint Eastwood, comentaba en la entrevista: “Como actor siento que tengo la responsabilidad de dejar un mundo mejor cuando yo ya no esté. Y, ahora mismo, en estos tiempos tan duros, de tanta incertidumbre, estoy convencido de que lo superaremos todo en este presente y en lo que está por venir, porque la esperanza, el motor que impulsa a la humanidad, nos acompañará siempre”. Mirándolo en su papel de viejo presidente, interpretando al preso más tenaz de esta contemporaneidad, cuya interpretación fue para él uno de los más grandes retos de su vida como intérprete, compartiendo la misma inquietud de Nelson Mandela: la búsqueda y el conocimiento de Dios, el afán que, en las distintas situaciones, sin distinciones de clases, de razas, de ideologías, lleva la humanidad en el alma.
Freeman, que está cumpliendo sus ochenta años, sigue en la búsqueda de Dios. Y recordando su estremecedora interpretación de Mandela con el mensaje de que la capacidad del sufrimiento y la generosidad desde la firmeza de espíritu cambian el mundo, en sus últimas entrevistas deja el rastro de su incesante búsqueda de Dios que, como un San Juan de la Cruz, podría repetir: “¿dónde te escondiste, amado?… salí tras ti clamando y eras ido…”.
En su ochenta aniversario, el chofer de Miss Daisy habla de su fórmula mágica en la búsqueda de Dios y la alegría de vivir: “cuando cada mañana me miro al espejo, busco al niño que no quiero dejar de ser”.