De niña vi una vez un perro con mal de rabia: tenía erizado el lomo, los dientes pelados, los ojos enrojecidos y el rabo tieso apuntando al cielo. Ningún vecino se atrevía a intentar enlazarlo, cual si fuera un ternero, y a punta de lanzarle piedras y palos lo iban haciendo salir hacia la orilla del mar. El acorralado y enfermo animal alcanzó a morder a varios, todos menores de edad, chiquitines que no tenían la capacidad para medir el peligro y cuando lo azuzaban, y este se les iba encima, no tenían mayor velocidad que el enfurecido can. Cuento esta experiencia infantil inolvidable, porque la actitud de una gran mayoría de los ciudadanos de Colombia la trae a mi memoria.

Estamos bajo el influjo del odio, la rabia y las frustraciones del pasado repleto de desigualdades y pleno de injusticias aún no subsanadas, porque no logramos entender que el pasado solo es una impronta en nuestra mente dominada por el inconsciente, el promotor del 95% de todo lo que pensamos, decimos y hacemos. Entonces vivimos en el pasado feroz y somos incapaces de entender que el ahora, este instante, es lo único verdadero y lo que tenemos que atender con plena atención, para que la paz llegue a nuestro verdadero ser, esa persona hermosa que somos pero que los malos recuerdos y las angustias por el futuro (otra vaina que solo existe en el pensamiento) nos impiden disfrutar.

Entonces, ¿cómo ser amables y tener confianza en que el país saldrá adelante pacificado y habrá oportunidad de equilibrar los derechos básicos de todos, si cada quien se empeña en seguir con el retrovisor agigantado y reduciendo el panorámico del aquí y ahora? Solo si cada colombiano hace el esfuerzo de dejar atrás los horrores y los beneficios vividos en su experiencia única y personal, se desengancha de la ilusión de tener en el futuro todo lo que su ego le exige para que pueda ser feliz (una gran mentira) y abraza el ahora como auténtica realidad, es posible que logremos transformar a Colombia. Pero todo tiene que comenzar por casa.

Sí, todos cargamos penas, sinsabores y resentimientos y olvidamos los buenos y felices momentos que nuestra familia nos proporcionó, porque es más fácil echarle la culpa al otro y liberarnos de toda responsabilidad, porque siempre queremos ser “el bueno”, dueño de la única verdad y, por tanto, con derecho a juzgar, señalar y odiar. Y hemos trasladado a la paz posible que se ha acordado todo el peso de un pasado nacional horrendo, pero que pasado es, y demasiados insisten en que sigue siendo presente sin comprender que mantener sangrando el ego nacional y el personal es la actitud más dañina que podemos sostener y que el camino es otro, Ubuntu, empatía y confianza en la no repetición ya que no existe el olvido.

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