Las versiones no son claras. Apenas la noticia salió en algunos medios en una tímida reseña sin mayores detalles. En Puerto Saija, zona rural de Timbiquí, en el Valle del Cauca, un hombre irrumpió en una barcaza en la que dormían varias mujeres. Atacó a algunas con un cuchillo y luego roció gasolina en el lugar y le prendió fuego. La construcción de madera se incendio rápidamente y tres mujeres murieron incineradas. Los cuerpos calcinados se mezclaron con los restos de la vivienda chamuscada en el agua. Nadie ha registrado el nombre de las víctimas de las que sí se ha dicho un dato que han considerado importante: eran trabajadoras sexuales.

La rudimentaria embarcación en la que vivían también funcionaba como su lugar de trabajo. Las autoridades dicen preguntarse si el hombre actuó motivado por la venganza o los celos, o si acaso fue contratado por otro delincuente. Dicen que las mujeres eran de la región, pero la crónica roja que retrata el atroz episodio no ha encontrado cómo contar quiénes eran ellas.

La imprecisión sobre el número de víctimas fatales en Timbiquí y el desconocimiento de sus nombres revela la sórdida atmósfera alrededor de la tragedia. Hace dos años, en el Concejo de Bogotá, hubo una denuncia descarnada. Se dijo que cuando las trabajadoras sexuales aparecían asesinadas en una residencia o motel, las tiraban a la calle. Son como animales muertos arrojados a la orilla de una carretera, esperando que el carroñero de turno limpie la carne descompuesta.

La única cosa peor a la muerte violenta es que la muerte violenta desaparezca un nombre que a nadie le importa. Recientemente, el Tribunal Superior de Bogotá le pidió a la Fiscalía documentar los casos de violencia de mujeres en Cartagena por las acciones del Bloque Montes de María en 2003. A través de un registro nacional que dé cuenta de las circunstancias en las que asesinaron a las trabajadoras sexuales o a niñas explotadas sexualmente. La decisión del Tribunal guarda relación con los homicidios de cuatro mujeres que se dedicaban a este oficio en la Torre del Reloj en el centro de Cartagena.

El jueves 13 de febrero de 2003, mientras las mujeres estaban sentadas en una banca, dos paramilitares llegaron en una moto y abrieron fuego sobre las trabajadoras sexuales con una pistola 9 milímetros. A las 11:30 de la noche, a la vista de todos. La masacre ocurrió allí, en la Torre del reloj, en una de las zonas turísticas e históricamente más concurridas de Cartagena. La gente sigue caminando sobre el mismo pavimento en el que cayeron los cuerpos ensangrentados, cuyos nombres y vidas nadie conoce. En ese sitio donde tradicionalmente se protesta por las causas que se consideran éticas, nadie protestó por ellas. Ellas, como las mujeres de Timbiquí, no serán reconocidas ni por la crónica roja. No harán parte de ninguna memoria. Sus vidas, sus memorias, sus malas suertes, sus esperanzas, sus amores y desamores, sus hijos, nada contará para nadie.

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