Que el hecho de que una mujer se desnude, muestre las nalgas, muestre los senos y haga un baile erótico se considere suficiente información para que la mujer sea juzgada de prostituta es discutible, pues cada mujer es libre de decidir de qué manera usa su cuerpo. Si la mujer, en efecto, fuese una trabajadora sexual, tampoco hay mucho que poner en discusión. En Colombia este oficio podrá considerarse pecado, pero no es delito.

Pero si los hombres que la inducen a tal situación se aprovechan del estado de embriaguez de la mujer, si se aprovechan de que ellos tienen armas, que ella está sola, si se aprovechan de que la tienen esposada, inmovilizada, detenida en contra de su voluntad, si se aprovechan de que ellos son la autoridad, que la superan en fuerza, si le piden que ella acceda a complacerlos a cambio de una silla, si se trata de una relación asimétrica, en la que ella está subordinada, estamos hablando de una conducta abusiva.

Si los hombres, además, la graban en video y luego distribuyen las imágenes con contenido sexual, es pornografía. Si se descubriera que los hombres son policías, que tal actuación la hacen en una estación, cuando están de servicio, y que la función de la Policía es protegernos, que es la Institucionalidad cometiendo, eventualmente, actos abusivos contra una mujer, que se aprovechan de su uniforme para pedirle que se desnude y que los complazca, delante de otros hombres, a cambio de una silla o de lo que sea, y le dan trato degradante, todo entonces reviste mayor gravedad.

Alguna vez, hace muchos años, conocí a un niño que vivía en la calle. Había tenido una pelea con otro de su edad. Ambos habían terminado malheridos, sobreviviendo a su hazaña, apenas para contar la historia. Y justamente, entre las cosas que me contó, de su vida en las calles, de todo lo turbio, la soledad y los infiernos, había algo que lo perturbaba en mayor medida: “yo he visto lo que les hacen los policías a las prostitutas”, dijo. En ese momento me miró a los ojos, como si yo debiera comprender la gravedad de sus palabras, como si yo pudiese acaso imaginarme aquello aberrante de lo que él había sido testigo.

Hace unos años, a la salida de una audiencia de Justicia y Paz, en la que comandantes paramilitares reconocían a sus víctimas, y explicaban que si los cuerpos se echaban a los ríos era muy complicado encontrarlos, afuera, en la puerta, un policía le echaba piropos a mujeres jóvenes que salían de la diligencia.

He revisado las noticias de feminicidios en los que el agresor es un miembro de la Policía. Tengo incluso una línea de tiempo que puede evidenciar que no son hechos aislados. Las agresiones contra las mujeres por parte de uniformados son sistemáticas, desde la más grave hasta la más sutil. La Policía Nacional tiene una deuda histórica con las mujeres, a ver si por fin les da la gana de empezarla a resarcir.

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