El mar es como las personas. Tiene períodos de calma, de tranquilidad, y momentos de furia a veces incontrolable.
Los humanos, con nuestro discurso del progreso, día a día violentamos más la naturaleza. El mar se torna cada vez más inquieto y sus arranques de furia son más frecuentes.
El fin de semana anterior, al ver las calles inundadas de Pueblo Viejo, no pude dejar de recordar cómo en 1960, en Temuco, al sur de Chile, la tierra empezó a temblar. El movimiento aumentaba bruscamente acompañado de un ruido subterráneo aterrador. Se reventaron los transformadores eléctricos, se desplomaban las construcciones, la gente gritaba despavorida. Fueron 30 terremotos simultáneos de 9,5 grados, de casi 10 minutos, que dejaron miles de muertos. Nunca podré olvidar la ciudad devastada. Los vecinos se olvidaron de las diferencias y se agruparon en las casas que no habían sido destruidas, rezaban con más devoción que nunca para que la tierra se calmara.
Pero la tragedia no había concluido. Casi una hora después, los pueblos que estaban a la orilla del mar nuevamente sintieron un estruendo subterráneo y vieron con espanto que el mar retrocedía violento llevándose los botes y navíos de gran tamaño. Enseguida, regresó en una ola de 8 m de altura que entró a más de 150 km/h arrasando todo lo existente. Los miles de habitantes que habían tenido la oportunidad de sobrevivir al terremoto fueron devorados por el mar, junto a sus pueblos y sus animales.
Este pequeño tsunami que atacó a pueblos ribereños de Magdalena, La Guajira y Atlántico no es un hecho aislado. CDKN –fondo del Reino Unido para el cambio climático– realizó con la Universidad del Norte e Invemar estudios de las costas del Caribe, cuyos resultados generan muchas inquietudes.
El Reino Unido proyectó que entre 2030 y 2060 los grandes movimientos migratorios se darán por desastres naturales y el cambio climático. Por lo que son necesarias acciones que mejoren la planificación urbana y que apunten a resolver conflictos de propiedad de los suelos, especialmente protegiendo a las poblaciones que viven a orillas del mar, ya que muchos tendrían que abandonar sus viviendas por el avance incontenible del mar.
La psicóloga Rebeca Puche nos enseñó que una de las herramientas cognitivas más escasas en los colombianos es la capacidad de planeación. Cuando ocurren los desastres naturales somos muy solidarios con las víctimas. Pero, si hubiera planeación, no tendríamos que lamentar tanta tragedia. Los científicos han desarrollado tecnologías que permiten predecir alteraciones naturales, pero de nada sirven si las personas no respetan las alertas, como ocurrió este fin de semana cuando, a pesar de advertirles el riesgo, llegaron a las playas de Puerto Colombia.
Con su carga de sabiduría popular, un pescador de Santa Marta me repite: “El diablo vive en el mar”. A juzgar por los estudios auspiciados por CDKN, en el futuro cercano el diablo sí nos dará problemas.
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