Las encuestas políticas son una herramienta necesaria de la democracia. Casi siempre -con excepciones que a veces reflejan un contexto polarizado, un cuestionario mal diseñado o una saturación de mediciones en lapsos muy cortos- reflejan las tendencias, los deseos e incluso las opiniones de las muestras investigadas, las cuales, si el encuestador es idóneo, representan a toda una población.
Sin embargo, el peso específico de estas mediciones se sobrevalora cada vez más en esta época en la que el mercadeo político parece ser el vehículo principal que conduce al verdadero corazón de las masas.
Ya es una costumbre que los encargados de interpretar los resultados de las encuestas –muchos periodistas, pero sobretodo los dueños de las empresas de estadística– le otorguen a las poblaciones consultadas características que no poseen: convicciones ideológicas, intereses programáticos, conocimiento de los temas en discusión. Los analistas, con el deseo exacerbado, suponen que los grupos consultados en las encuestas piensan como ellos, responden preguntas como ellos lo harían, leen columnas de opinión, se interesan y son capaces de asimilar plataformas programáticas. Nada de eso es cierto.
Lo que miden las encuestas son estados de ánimo, y en ese sentido son una guía útil para anticipar acciones, pero no para comprender lo que realmente piensa (o no piensa) la gente adulta de un país; puede aproximarse al corazón, pero no a la cabeza de quienes aseguran que van a votar, cuya mayoría, cuando llega el domingo de la fiesta democrática, no sale de su casa. No hay manera en la cual una encuesta se enfrente cualitativamente al tuétano de un conglomerado de eventuales votantes, sobre todo si se realiza en un país como este, tan poco preparado para ejercer con responsabilidad cualquier ejercicio democrático.
Con las encuestas sucede lo mismo que en los debates televisados entre candidatos presidenciales: los que disfrutan comentando, ensayando juiciosas interpretaciones de las intervenciones, eligiendo ganadores y vencidos, son los mismos cuatro o cinco o veinte periodistas de siempre acompañados por un par de políticos cesantes o en receso. Pero a la abrumadora mayoría de gente que tiene la valentía de soportar el lamentable espectáculo de nuestros líderes tratando de sostener una disputa dialéctica seria, no le interesa lo que está escuchando (muchas veces porque lo que escucha es ininteligible), sino si el candidato habla duro, si le tiembla la mano o si la corbata está bien puesta.
Decía arriba que este es un país incapaz de asumir con un mínimo juicio sus obligaciones políticas, y con seguridad, una encuesta dirigida en ese sentido descubriría esta agua tan tibia. Elija usted, por ejemplo, a 10 colombianos de varias edades, de ambos géneros, de diversos lugares, con distinta preparación académica y con diferentes orígenes sociales; pregúnteles por quién van a votar en las elecciones presidenciales del año entrante; luego inquiérales acerca del porqué de su preferencia. El resultado de ese ejercicio con seguridad confirmará, una vez más, lo mucho que prometemos hacer, y las pocas razones que tenemos para hacerlo, si es que lo hacemos el domingo decisivo.
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