Hace quince días en esta columna dedicamos una reflexión sobre las altas posibilidades de que el presidente Maduro abandone o lo desplacen de su cargo, tarde o temprano. Algún eslabón histórico, antecedentes en América Latina y las circunstancias que rodean hoy día al vecino país así parecen pronosticarlo. Hoy volvemos a tratar el tema desde otro ángulo, ya no político sino sociológico, porque Colombia se está viendo afectada significativamente por la crisis de los venezolanos. En efecto, según Migración Colombia, han llegado al país por la porosa frontera 250.000 ciudadanos que huyen del hambre, de la persecución y de la falta de insumos, medicinas, inseguridad y barbarismos de los militares.
Más de la mitad de estos inmigrantes permanecen ilegales sin otro apoyo que la caridad pública. En el análisis del tema hay que concluir varias características: en primer lugar esta invasión no va a detenerse.
Son dos mil cuatrocientos kilómetros por donde se puede atravesar a pesar de las selvas, animales y peligros varios. El hambre no conoce controles, y gente que va llegando arrasa con lo que encuentra. Entre los que llegan hay de todo, buenos, malos y regulares. En segundo término, hay más colombianos entre los que llegan que venezolanos de nacimiento, pero los nuestros vivían allá hace muchos años, habían formado hogar y tienen descendencia venezolana. Por último, es cierto que llegan a quitarles el trabajo a muchos colombianos, nacionales que aquí residen, que entre sus luchas mantienen la aspiración de un empleo formal.
Pero estas circunstancias no son motivo para un rechazo frontal, grosero, xenófobo, egoísta. Son hermanos. Históricamente hoy son ellos los que padecen el flagelo; antes fuimos nosotros. El que no conozca la historia que la estudie para que pueda escribir su presente. En las décadas ochenta y noventa más de dos millones de colombianos huyeron a Venezuela buscando pan y trabajo, y allí lo encontraron. Y no de cualquier manera: con los brazos abiertos. Tenemos razones para decirlo, porque desde una posición diplomática fuimos testigos presenciales de este fenómeno. En Caracas, un barrio llamado Petare se pobló en un 80% de colombianos.
La mano de obra nuestra, la formalidad, la rectitud y la habilidad laboral del colombiano fue apreciada y bien pagada. Hubo de todo, como es natural, también delincuentes, pero por lo general Venezuela les abrió las puertas a nuestros emigrantes que huyeron del crimen, la violencia, el despojo, el secuestro, el robo y las malas condiciones económicas. Esto es una realidad que no merece una mala memoria nuestra.
Sin que signifique ceder nuestras posiciones laborales, sin pretender que perdamos prioridad para satisfacer dignamente lo nuestro, evitemos fraternalmente que el venezolano que llaga cometa delitos, se prostituya, invada las calles. El Estado tiene una enorme responsabilidad, primero legalizándolos, después dándoles de comer y buscarles albergue. Es una mano tendida como la encontramos en ellos años atrás cuando la necesitamos. “Donde comen dos comen tres”, no se nos olvide. Y no es romanticismo, es caridad.