Pocos años antes de que se la cortaran en la guillotina, la cabeza de Saint-Just, el revolucionario francés, alcanzó a alumbrar la genial idea de que, a semejanza de la institución del matrimonio civil, para los amigos se habría de instaurar la figura del “contrato de amistad”, a certificar por las partes ante juez o notario y todo.
¡Magnífica y revolucionaria idea! Eso era gente seria. Más que nada porque lo mejor de esos contratos es que se podrían cancelar de manera unilateral y sin previo aviso. ¿De cuántos amigos que nos quieren mal no nos gustaría romper por siempre, de forma civilizada, pero con contundencia y sin lugar al equívoco?
Ya lo decía nuestro poeta inmortal: “Y como todos tuve amigos que… se alegraron al verme caer”. ¡Fuera esos amigos! Pero no es fácil. Como no sea una evidente y gran traición, no es nada sencillo cortar con una mala amistad sin entrar en bonches y los dimes y diretes sin fin. Por eso todos arrastramos malos amigos: por evitar la fatiga.
¿Por qué se habla de “Los tres mosqueteros” cuando en realidad eran cuatro? ¿Por qué invitaron a Judas a la última cena? En cambio, si las grandes amistades estuvieran sustentadas en un contrato legal, eso nos abriría la inesperada posibilidad de poder romperlo y así acabar con tantos malentendidos calamitosos.
Entonces el día menos pensado le llegaría a uno una carta del juzgado: “Por medio de la presente, se le notifica que, con fecha del 31 de febrero, a determinación del juez tercero de lo amiguístico, su excelencia don Judas de Paula Santander, el contrato de amistad vigente entre usted y doña Sofia Vergara queda desde ahora mismo formalmente rescindido y roto en mil pedazos”.
¡Listo el pollo! Se acabó quien te quería… Así terminaríamos por fin con tanto “gran amigo mío”, “compadre querido” y “hermano del alma” de esos que tan ricamente sarandongueaba Compay Segundo con aquello de: “Cuando yo tenía dinero/ Me llamaban don Tomás/ Y ahora como no tengo/ Me llaman Tomás na más”.
Pero precisamente hoy, que los dueños de los hotelitos románticos amanecen felices y boyantes porque ayer fue el Día del Amor y la Amistad, no quiero yo romper una lanza en contra de las amistades, todo lo contrario. Es verdad que existe cierto escepticismo al respecto.
Dice Diógenes Laercio que Aristóteles solía decir: “¡Oh amigos...no hay amigos!”. Y entre nosotros decimos: “¿Amigo…? Amigo, el ratón del queso, y se lo come…”. Pero esos son puros berrinches puntuales. El mismo Aristóteles también dejó dicho que “sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera los demás bienes”.
Si además limitáramos el número máximo de contratos de amistad permitidos por ley (yo diría 10 para los solteros y 5 para los casados), eso entonces nos abocaría a revalorizar bien las cosas. “¿Quieres ser mi amiga?”. “Déjame pensarlo”. Lo que no cuesta, no se aprecia. En cambio, así, entraría en juego el concepto de “calidad amiguística”, y las amistades alcanzarían su mejor nivel.
La idea de Saint-Just es perfecta por ambos lados: encumbraría las buenas amistades y acabaría con las malas. O como diría la Orquesta Aragón: “Aprende a darle la mano a quien es tu amigo/ Y al otro deja que siga por su camino”.
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