Despedida del papa Francisco en el aeropuerto de Cartagena. Mi hijo Sammy, por gestión atribuible toda a la mamá, estaba entre los niños que le darían el adiós al máximo jerarca de la Iglesia católica.
Sammy llevaba en sus manos una pequeña réplica de su picó porque quería decirle al Papa que era un niño feliz a pesar de su discapacidad visual, y que deseaba regalarle un poco de esa felicidad.
Pero surgía un problema: no tenía camisa blanca. Había que conseguirle una, ahí, en ese instante, porque el helicóptero que traía al Pontífice ya asomaba sus luces rojas por la pista del aeropuerto.
Y lo vi a él: un niño tal vez de 12 años, con las huellas notables de la privación social, y una camiseta blanca. A simple vista, la talla perfecta para Sammy.
A juzgar por las personas que estaban al lado, debía provenir de algún barrio popular de Cartagena. La suya era seguramente la pinta de domingos.
Le dije que se la cambiaba por la de Sammy, me respondió que no. Le dije que se la compraba, repitió que no.
Le expliqué entonces de qué se trataba antes de apelar al verbo más remoto: ¡préstamela!
Y en el acto, sin pensarlo dos veces, el muchacho se quitó su vestimenta y me la entregó. No lo podía creer.
Le insistí en que se la compraba y le mostré la que había llevado mi hijo, en busca del canje que ya había rechazado. Y con toda firmeza contestó: no, yo quiero la mía.
Mientras se ajustaba otra camiseta institucional de la Alcaldía de Cartagena y todas las células de mi cuerpo sudaban, conmovidas, me miró con unos ojos de conmiseración: “después me la das, fresco”.
Sammy finalmente estuvo en la ceremonia, y con su rutilante camiseta logró robarle una mirada piadosa al Papa, que parecía admirado por el niño que saltaba en la pomposa alfombra roja cuando escuchaba los tambores de carnaval que le ponían un tinte especial al protocolo vaticano.
Miraba a Sammy, pero también la generosidad de aquel otro niño que, como rezan los preceptos en los que todos creíamos, había hecho el bien sin mirar a quién.
Cuando terminó todo y Sammy se devolvió con el picó que, según me dijo, alguna día espera llevarle al Papa a la Santa Sede, busqué al niño de corazón angelical que me acompañaba en las gradas.
Lo había dejado en la zona especial que la Alcaldía había asegurado para las personas con discapacidad. Espérame, le dije.
Pero al regresar, ya no estaba.
Lo busqué en los alrededores, bajé al área de comidas, indagué en los buses que devolverían a los cartageneros a sus barrios. Y nada.
Entonces me entró una sensación de culpabilidad enorme. Nunca pregunté su nombre y él nunca me lo dijo. Debía haber indagado por alguna pista. Por ejemplo: el sector donde residía o la escuela donde estudiaba, pero se me pasó hacerlo en medio de la tensión.
Hoy quiero que me ayuden a encontrarlo. Díganle que deseo devolverle la camiseta, con los mismos sudores de él y de mi hijo, y, por supuesto, la mirada del Papa.
@AlbertoMtinezM