En estos días recientes, creo que a ustedes les pasará igual, se me pone el corazón en un puño con las noticias de los huracanes y los terremotos, los ultimátums de Trump a las salidas de Corea del Norte, desde donde Kim Jong-un lanza misiles retadores. Con los dos, tan amigos de los festines guerreros, una no puede evitar la sombra de la preocupación. También desilusiona la Premio Nobel de Paz birmana, Aung San Suu Kyi, que un día despertó la admiración por la defensa de los derechos humanos en su país, y que ahora defiende la masacre de la expulsión masiva de los birmanos que pertenecen a las minorías rohinyás, víctimas de un nuevo genocidio, otra mancha de sangre sobre la conciencia de la humanidad. Esta mujer, que ahora se ampara en la Razón de Estado, obstruye, según Human Rigths Watch, la apertura a los derechos humanos en ese país, y la califica de altamente responsable de la situación actual a la que ayer recibiera el Premio Nobel de la Paz.
Por otro lado, la postura de Trump ha puesto a su embajadora en la ONU a declarar para tranquilizar los ambientes, con una frase digna de la pitonisa de Silos: “Si Corea del Norte mantiene su temeraria conducta, los EEUU deberán defenderse y defender a sus aliados”. Cuando se oye sobre la preocupación gringa por sus aliados –ya que vamos conociendo al viejo Trump– una no deja de sentir cierta inquietud.
Llega la noticia del terremoto de México: 230 muertos, entre ellos 32 niños. Con el dolor solidario, se impone dar gracias a Dios y a la vida porque estamos vivos. Podemos ver un nuevo día. Disfrutar la sonrisa de un niño. Tomar un café y brindar por la vida, que, por sobre todo, sigue siendo bella.