En una columna que fue publicada en este medio a principios del año, manifesté mi opinión sobre el nuevo Código Nacional de Policía, un conjunto de normas que tienen como finalidad facilitar la resolución de los conflictos ciudadanos relacionados fundamentalmente con la convivencia. En aquel momento expresé la necesidad evidente de acatar la normativa allí consignada, advirtiendo que las autoridades debían tener un criterio muy claro para hacer cumplir las nuevas disposiciones y comprender las particularidades de nuestros diferentes contextos regionales. Pasados ya varios meses, parece evidente que algunas de las normas chocan con nuestra idiosincrasia, especialmente las que han establecido una prohibición a la venta de cerveza para el consumo por parte de las denominadas tiendas de barrio. Lo cierto es que los tenderos están molestos, y creo que sus protestas tienen algo de razón.
La restricción al consumo de cerveza en estos establecimientos resulta poco práctica. Considero que lo que se debe controlar es el comportamiento violento, el ruido, la música a todo volumen y la existencia de baños para los usuarios (esto último imperioso); pero sentarse en un bordillo o una silla, bajo sombra, a tomarse una cerveza a cualquier hora es francamente inocuo, acaso necesario en este duro clima que padecemos.
En ese sentido, siempre me ha parecido muy extraña la concepción que buena parte del Estado tiene sobre el espacio público. En gran parte del compendio normativo se entiende que este espacio, vital para el desarrollo de la vida urbana, debe permanecer aséptico, desocupado, muerto, prácticamente estéril. No puedo comprender por qué se supone que su aprovechamiento comercial tiene connotaciones negativas, cuando en las ciudades más desarrolladas del planeta el espacio público es explotado de muchas maneras, propiciando un sinnúmero de actividades que enriquecen el diario vivir.
Quizá esa porción de terreno que queda entre la línea de construcción y la línea de propiedad en la mayoría de los lotes urbanos, y que se considera como una terraza o antejardín (¿público?), es la principal fuente de discordia. Si he entendido bien, a los tenderos se les obliga a pagar una cifra anual si techan sus terrazas, una medida que no ha tenido en cuenta el alivio que genera cualquier tipo de sombra en estos climas caribeños. Nuestras leyes, como siempre, complicando asuntos que pertenecen al sentido común.
Seguimos buscando la fiebre en las sábanas. Lo malo no es vender cerveza o techar un espacio, lo malo es que parece que no estamos dispuestos a respetar a nuestros semejantes. Hay que castigar al que agrede y molesta, pero no aplicar un rasero en el que se presume que todos vamos a salir a montar escándalo, riñas y desorden apenas ingerimos una gota de alcohol. Creo que podemos ser más civilizados.
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