Una escalera de 30 peldaños de madera de cedro reseco por el paso del tiempo, que crujía a cada paso que dábamos, era el acceso al segundo piso donde estaba ubicada la casa de mis tías bisabuelas en la calle Ancha, hoy Paseo Bolívar. Un largo balcón atiborrado de toda clase de matas: potes grandes, potes chicos, unos de barro, otros de fina porcelana; helechos colgados de clavos en la pared. Parecía un pedazo de selva. Para llegar a las alcobas había que atravesar un largo corredor, donde el olor a viejo, a guardado, delataba su antigüedad. Al pie de una fina lámpara de bacará, la foto ya amarillenta de uno de los antecesores, de poblado mostacho, corbatín y peinado con camino a medio lado. Era la casa de las tías, a quienes debíamos periódicamente ir a ‘darles vuelta’, algo que en mi inocencia de niño no entendía: ¿cómo era eso de darles vuelta? De súbito, empezaron a salir tías de todas partes, salían de sus alcobas una a la vez. La primera fue Lola, que era coja y usaba un bastón con mango de plata, traído de París. A cada paso que daba temblaba el piso del parqué. Y yo pensaba: ¿Será esta la que van a voltear? Luego Dominga, viuda de un general, que heredó del difunto su ‘gran don de mando’ que ejercía sobre sus sumisas hermanas. Después Rosario, una romántica que cantaba Un viejo amor, algo que siempre anheló, pero Dios nunca le dio. Y por último Francisca, cuyo esposo había sufrido un ataque y permanecía sentado, balbuceando palabras inconexas y siempre vestido de saco, corbata y chaleco negros. Al salir la última de las tías pensé: “Esta sí no se escapa de la volteada”, pero nada. Quedé defraudado, pero más nunca quise volver a ‘darles vuelta’ a las tías.

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