Dado que la literatura no solo imita la realidad, sino también la propia literatura, un campo realmente fascinante que ella ofrece al lector es el que constituyen las intertextualidades. Fascinante, desde luego, conforme al grado de creatividad y oportunidad con que las aplique el autor. Si el empleo de un recurso intertextual carece en absoluto de estas cualidades, puede devenir un simple adorno cultural o incluso un vulgar plagio.

Si hay un componente de la obra literaria que resulte particularmente exigente de las cualidades mencionadas a la hora de recurrir a la intertextualidad, ése es el título, por obvias razones: no sólo identifica la obra y la diferencia de las demás, sino que puede avivar o inhibir el interés del potencial lector.

Así que tomar para título de una obra un texto procedente de otra es tarea harto delicada. Para empezar, hay una ley elemental: ¡no le vas a prestar a la obra donante justamente su título para titular la tuya! A menos que lo parafrasees o conmutes de tal modo que el nuevo título resultante sea una réplica o una parodia del anterior. Pero nunca, por ejemplo, cometerás el error de cierto aspirante a novelista de estos pagos, quien hará algunos años publicó una novela con el título de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que es el bellísimo título de un reconocido libro de poesía de Cesare Pavese.

Entre los autores de cuyo corpus literario más han echado mano sus colegas posteriores para titular sus propias obras, sobresale sin duda Shakespeare. Un caso que me interesa es el de El ruido y la furia, de William Faulkner, título entresacado, como se sabe, de un brillante parlamento de Macbeth, en el que el rey escocés define con profundo desengaño la vida humana (“Un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y carente de significado”). Pues bien, en la novela de Faulkner un personaje da también una definición de la vida humana tan espléndida y desengañada como la del Bardo, y que incluye una frase que bien pudo haberle dado título a la novela con el mismo brillo del préstamo shakesperiano: “Un problema de propiedades impuras tediosamente arrastrado hacia una nada inmutable: un atascamiento de polvo y deseo”.

Polvo y deseo: ¡ahí estaba el título, Mr. Faulkner! La prueba está en que esa frase sería justamente usada después para titular no una, sino dos novelas, que quizá sea eso lo mejor que tengan: Deseo en el polvo (1956), de Harry Whittington; y Polvo y deseo (2015), de Conrad Williams.

Faulkner lee Macbeth y toma de la tragedia las palabras para titular una novela suya, El ruido y la furia; dos novelistas anglosajones leen después El ruido y la furia y toman de ésta las palabras para titular sus respectivas novelas, Deseo en el polvo y Polvo y deseo. Otro autor debe de estar leyendo ahora Polvo y deseo y tomará de esta las palabras para titular, digamos, su libro de poemas Luces en el pub. Otro autor leerá en el futuro Luces en el pub y tomará de éste las palabras para titular…