Cada vez que ocurre una tragedia en el mundo, cada vez que algún demente decide acabar con la vida de decenas de personas, cada vez que un acto terrorista conmociona a la humanidad, las redes sociales se alborotan, los famosos dan declaraciones, los políticos lo lamentan profundamente, y la gente saca de sus álbumes de fotos alguna que muestre que anteriormente ha viajado al lugar del ataque. Literalmente, entro a Instagram y me doy cuenta de todos los que han ido a Las Vegas, París, Niza, Barcelona, Boston, etc. No sé bien con qué propósito lo hacen, pero es una nueva modalidad de ‘fartedad’ que se ha vuelto común en el universo digital.

De repente, todos somos un mismo dolor. Todos nos indignamos, nos compadecemos por las familias, nos escandalizamos con los videos que, por lo general, se empiezan a viralizar, y el hashtag #PrayFor se vuelve tendencia. Y aunque me gusta pensar que la gran mayoría de los escriben, comentan y montan fotos, realmente sí se sienten descompuestos por las noticias, así sea solamente por el tiempo que dure vivo el escándalo, este fin de semana que pasó me di cuenta que hasta para las tragedias hay estratos, hay razas que prevalecen y hay discriminación que se vuelve evidente.

El sábado pasado, en el centro de la capital de Somalia, Mogadiscio, un camión bomba, que cargaba cientos de kilogramos de explosivos, explotó y acabó con la vida de más de 300 personas, convirtiéndose así en uno de los ataques terroristas más grandes del mundo, y en el más fuerte de toda la historia de este país. Las imágenes son desgarradoras. Hay gente desaparecida, familias destruidas, edificios convertidos en escombros y el ruido de los llantos de desesperación se escucha por todas partes. Y es que ha sido tan monstruoso este ataque, que ni siquiera el grupo terrorista al que se le acredita el horror, Al-Shabab, vinculado a Al Qeida, ha querido hacerse responsable de él.

Y, sin embargo, a pesar de que la tragedia fue tan espeluznante, y a pesar de que sucedió en una nación que tiene a más de tres millones de sus habitantes viviendo en la hambruna absoluta, en el mundo digital no pasó nada. No hubo un #PrayForSomalia que se volviera tendencia, no hubo muchas declaraciones de famosos que se sintieran consternados, no hubo fotos de nadie (quizás porque la inmensa mayoría no ha ido a Somalia, y jamás les parecerá cool ir a ese rincón del mundo sin wi-fi en todas las esquinas), y no hubo un huracán de trinos que abrieran paso al debate. No nos digamos mentiras, 300 personas perdieron su vida y para la comunidad digital no fue un gran acontecimiento.

Lo que sucedió en Las Vegas fue terrible, y, por ende, considero que sí se ha debido desatar la conmoción internacional que se desprendió de ello. Sin embargo, también considero que ha debido suceder lo mismo con la tragedia en Somalia. Debimos haber utilizado la trágica situación para que el mundo entero conociera la verdadera problemática que vive esa nación, y así poder contar acerca de su hambre, de su dolor y de su insostenible violencia, pero, lastimosamente, inclusive con las masacres, los genocidios, y los actos terroristas, hay grados de importancia que dependen del color de piel, de la nacionalidad y del ingreso económico de sus víctimas.

Porque tal vez si dejamos de ser tan selectivamente indignados, podremos hacer algo por el mundo. #PrayForSomalia.