Nadie puede negar la capacidad que tiene la Asociación Colombiana de Aviadores Civiles (Acdac) de hacerle daño al país. Esto lo ha demostrado con el paro que inició hace poco más de un mes con parte de los pilotos de Avianca y que les ha ocasionado a los colombianos perjuicios enormes. Los damnificados más obvios son los pasajeros. Cerca de 400.000 no pudieron viajar en los más de 8.000 vuelos cancelados hasta ahora, además de los que no viajaron o tuvieron que pagar precios exorbitantes ante la reducción de la oferta.
Por el otro lado están las consecuencias económicas para los hoteles y el turismo, así como las sufridas por las demás empresas industriales y comerciales, que han visto afectado el curso normal de sus negocios al restringirse los desplazamientos de sus funcionarios y aun de sus mercancías. Hay ya estimado que el costo para el país en lo que va corrido del paro excede el medio billón de pesos.
Como primer responsable de esta situación surge claramente el Estado. Lejos de propiciar la competencia en el servicio aéreo, por muchos años y a través de distintos gobiernos ha sostenido políticas que han conducido a mantener la concentración del mercado en poder de Avianca. Particularmente, importante entre ellas ha sido la de asignación de rutas, que, en general, no han sido propicias para desarrollar la competencia en las más rentables. Por eso, en 2016 Avianca movilizó casi el 60% del mercado doméstico en pasajeros, más del triple de la participación de la siguiente aerolínea.
La vulnerabilidad del país ante cualquier problema que afecte a Avianca es evidente y explica en buena medida el daño ocasionado por este paro. Es obvio que disminuirla debiera ser objetivo fundamental de cualquier política de transporte aéreo futura. En Estados Unidos, país que se considera de alta concentración en el mercado aéreo, la aerolínea más grande tiene el 21% del mercado.
Los dirigentes de Acdac emergen como los otros grandes responsables de este daño. Independientemente de la validez de sus reclamos, el modo de sacar adelante sus aspiraciones no era este. Las huelgas son un mecanismo de presión aceptado en las negociaciones sindicales, pero deben afectar solamente a los interesados, es decir el sindicato y la empresa, y no a terceros, como ha sucedido de forma tan grave en este caso. Y es absurdo que se pretenda ignorar el fallo de ilegalidad de esta huelga alegando que el servicio no es esencial, a pesar de que no solo así ha sido definido por las normas y las cortes colombianas, sino que la misma magnitud del daño causado lo demuestra.
Además de los pasajeros y la economía, el otro gran damnificado ha sido el movimiento sindical. No les queda fácil a los colombianos solidarizarse con la huelga de un sindicato conformado por trabajadores cuyos ingresos pueden ser 20, 30 y hasta más de 40 veces el salario mínimo, y menos cuando les ocasiona daño. Y cuando ese sindicato prefiere paralizar al tráfico aéreo del país a someterse a un tribunal de arbitramento, la sensación que trasmite es que no tiene un deseo sincero de llegar a un acuerdo. Es hora de que recuperen la cordura y abandonen una estrategia de negociación que parece más propia del dictador de Corea del Norte que de un sindicato moderno. Sus directivos no pueden parecer más aviones que aviadores.