En la serenidad de una tarde de sábado, con el ánimo en calma y el antojo indefinido, rebusco en mi ‘cajón de sastre’ y surge la eterna Casablanca. Ya hace años que hasta el Parlamento Británico, paradójicamente, entre tanto personal circunspecto, trataran el tema y llegaran al acuerdo sentimental y nostálgico de elegir Casablanca como la película preferida. Que nos sigue siendo referente de un sueño de amor y de una realidad que nos aligera el alma al constatar que, siempre, en el mundo existirá la fuerza del amor entre un hombre y una mujer capaz de cambiar sus destinos. Esa realidad simbolizada en la epopeya fílmica considerada “la película más bella de la historia del cine”, según los críticos, “una joya cinematográfica, cuyo valor crece a medida que pasa el tiempo”: en el ambiente de la II Guerra Mundial bajo el bombardeo de París por la Alemania nazi, su legendario protagonista, Rick Blaine, el insuperable Humphrey Bogart, y la mujer de su vida, Ilsa, la irrepetible Ingrid Bergman, que arrasaron en sus papeles inolvidables, Casablanca sigue siendo, a pesar de los años y el cambio de épocas, la película indiscutible que todos asociamos con los recuerdos más bellos.

Escenas como la despedida de Elsa y Rick en el hotel, mirándose a los ojos mientras se hunde París bajo la aviación alemana, él tras el beso de leyenda que se dan, comenta: “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.

Siempre, tanto en la guerra como en la paz, el amor ha sido la esencia en la vida de los mortales y en la vida de todos nosotros.