Hace 60 años vi a mi abuela estrangular a la gallina que se atrevería a servirnos después en un sancocho. Hace 60 años, los rusos enviaron a la perra Laika a orbitar el planeta Tierra. Lloré sin contención durante una semana. Por varios meses me negué a comer pollo, ni res, ni animal alguno. Criminales me parecían todos los seres humanos. Preparadores de masacres antes de cada banquete.

En Moscú, Nikita Krushev quiso realizar un evento que enfatizara el poder tecnológico de su país. Con los científicos rusos, ansiaba enviar un hombre al espacio antes que los Estados Unidos.

Pero debían asegurarse de que el cosmonauta elegido pudiera regresar con vida. En verdad, no tenían diseño del retorno. Estaban atrasados en su programación y decidieron enviar primero a un animal que comprobara los riesgos en el espacio.

Nadie facilitaría su mascota a sabiendas de que moriría en el viaje, de modo que los coordinadores del mismo salieron a la calle en busca de un perro que cupiera en la pequeña cápsula del Sputnik II.

La ganadora, o perdedora, la heroína o la víctima, resultó ser Laika, que a sus tres años era “tranquila y encantadora”, a juicio de los expertos.

Ellos sabían que Laika no regresaría a la Tierra. Que moriría en la estratosfera. La acostumbraron a comer gelatina nutritiva y a ensayar espacios muy reducidos, en medio de la protesta de los defensores de animales.

A su favor, el gobierno ruso informó de un mecanismo en el Sputnik II que liberaría un potente veneno para matarla con piedad, pero luego se supo que aquel sofisticado recurso no existió jamás.

A la perrita la metieron al satélite tres días antes del lanzamiento, atada con un arnés para contrarrestar la gravedad. A su lado, el agua y la gelatina. Uno de los técnicos que monitoreaba a Laika comentó con cinismo que “tras sujetarla en el contenedor y, antes de cerrar la escotilla, la besamos en la nariz y le deseamos buen viaje”. Todo esto a sabiendas de que no sobreviviría al vuelo.

Yo seguí aquel drama canino, atormentado, con el corazón en la mano.

Durante el lanzamiento, el pulso del animal se elevó tres veces su ritmo normal y luego se estabilizó. A las siete horas de vuelo no se detectaron más señales de vida.

Ese día quise morirme. Odié a la humanidad.

Un informe científico ruso concluiría que Laika murió de estrés y sofocada por el calor. Calcinada. Con su cadáver, el Sputnik II dio la vuelta 2.570 veces a la Tierra y se desintegró el 4 de abril de 1958.

Oleg Gazenko, uno de los científicos responsables de ese viaje perruno al espacio, comentaría 50 años después: “Cuanto más tiempo pasa, más me arrepiento. Sencillamente, no debimos hacerlo. No aprendimos nada de esta misión que justificara la muerte de esa perrita”.

Numerosos perros, monos y ratones serían puestos en órbita por los soviéticos antes de lanzar, el 12 de abril de 1961, a su primer cosmonauta humano, Yuri Gagarin.

No solo los rusos y los gringos han enviado animales al espacio. También lo han hecho Francia, Japón, China y ¡Argentina!, que ha puesto en su órbita ratas blancas, monos y, más que literalmente, perros, perros expiatorios, conejillos de indias.