Hay momentos en la vida en los que uno debe aceptarse a sí mismo que lo han engañado, momentos en los que uno debe bajar la cabeza, y momentos en los que uno debe admitir que ha cometido un error. Cuando voté por el Sí a la paz, tengo que aceptar que no lo hice pensando que estaba segura de que aquello resultaría positivo para el país, pues no tenía una bola de cristal para saber qué nos depararía el futuro con esta decisión. Era para mí un salto al vacío, un voto de confianza, un voto de esperanza y, por ende, desde que le puse una cruz al Sí, le pedí a Dios que mi intuición no me estuviese fallando y que, efectivamente, esto fuese el principio del fin del derramamiento de sangre.

Sabía que no iba a ser fácil, que estábamos lidiando con personas que por décadas habían estado al margen de la ley y que existía la posibilidad de que no cumplieran con su parte. Decir que confiaba a ciegas en la palabra de estos delincuentes sería estarles mintiendo. Sin embargo, siempre pensé que si acaso esto sucedía, si acaso estos nos mentían, y si acaso estos no decían toda la verdad, entregaban todo lo que debían entregar e indemnizaban a todas las víctimas que juraron indemnizar, el Gobierno nacional tampoco iba cumplirles con su palabra. Y, justo ahí, está mi pecado y está mi ingenuidad.

Cuando voté Sí a la paz sabía que estaba aceptando que las Farc iban a tener un espacio en el Congreso y que, indiscutiblemente, iban a entrar a jugar un rol en la arena política. A mí sí me quedó claro, luego de leer los acuerdos, que ese era el precio que había que pagar por la verdad, por la justicia y por la paz. Pero, lastimosamente, hoy me doy cuenta que estamos pagando un precio alto por algo que definitivamente no nos están dando.

Aunque espero estar equivocada, no le auguro un buen camino a este proceso, pues ya es más que evidente que las Farc, a pesar de que el Gobierno sí ha cumplido con su parte del arreglo, no están interesados en hacer lo mismo. Dijeron que iban a entregar todos los bienes, pero no han entregado los nombres de los testaferros. Dijeron que iban a ser transparentes con las listas, y se han dedicado a meter a sus compinches narcotraficantes en ellas. Dijeron que iban a entregar todas las armas, y nos ‘mamaron gallo’ con 7.000 de ellas. Dijeron que iban a decir toda la verdad, pero se han seguido llenando la boca de mentiras. Y, sin embargo, el problema no es que ellos estén cambiando las reglas del juego, sino que el Gobierno, en su afán de no dar su brazo a torcer, no esté suspendiendo tajantemente la partida.

Es inaudito que intenten pasar el hecho de que Rodrigo Londoño, alias ‘Timochenko’, se lance a la presidencia como una victoria de la democracia y de la paz, cuando no se ha dicho ni una cuarta parte de la verdad, no se han entregado los nombres de quienes les tienen protegidos sus bienes y no ha habido un ápice de justicia. El fin no justifica los medios, ni siquiera cuando de alcanzar la paz se trata, pues lo único que terminará pasando es que la impunidad será tan alarmante y las víctimas quedarán tan relegadas al olvido, que volveremos al círculo vicioso de una violencia que no tendrá límites.

Porque, al igual que millones, yo también voté porque quería la paz, voté porque quería un cambio y voté porque quería un nuevo país. Pero, luego de todo lo que ha sucedido y del cinismo de un grupo que no entiende la oportunidad tan grande que se les ha dado, debo aceptar que esto ya está lejos de lo que prometieron que sería. Y, lastimosamente, ya hemos cedido demasiado frente a quienes no han querido ceder en lo más mínimo.