La dificultad más grande que tiene la consolidación de la paz en Colombia –la que se ha firmado con las Farc, y también las anteriores y las venideras– es que, a pesar de los esfuerzos de los protagonistas armados de los conflictos y de los anhelos de las comunidades que han soportado los rigores de la violencia, prevalece en nuestra conciencia colectiva una atávica sed de venganza que nos impide asumir, con la valentía que implica, el difícil ejercicio del perdón.

A un año de la firma del acuerdo del Teatro Colón, aún se siguen alzando las voces de quienes se niegan a aceptar que los miembros de la exguerrilla participen en la vida política. El argumento es que los victimarios de una guerra no pueden tener derechos iguales al resto de la gente. Esa insistencia, no solo niega el contenido del acuerdo firmado, el cual se conoce desde el comienzo, sino que demuestra que para una gran parte de los colombianos lo único aceptable es la destrucción total del enemigo, cumpliendo a rajatabla con la Ley del Talión, tan enquistada en sus espíritus mayoritariamente religiosos.

Es decepcionante la postura mosaica de los condenadores, y su falta de lucidez cuando a estas alturas se pronuncian en contra de lo ya pactado, como si todavía se estuvieran negociando los términos de la paz.

Esa sistemática negación de las implicaciones reales de los acuerdos, no surge solamente de la intransigencia ideológica de los sectores de derecha, sino de la incapacidad innata para perdonar que tiene el colombiano promedio. Y también, por supuesto, de la actitud arrogante de quienes han hecho daño. Los unos dicen: “no perdono a los asesinos, que se pudran en la cárcel ya que no los pudimos matar a todos, etc.”; los otros afirman: “pido perdón por el daño que hice, pero mis actos se justifican en la lucha del pueblo, etc.”

El perdón, que es el verdadero punto de partida, debe ser un ejercicio igualitario, voluntario y honesto, y deja de ser útil si se pide y se otorga con condiciones, siempre y cuando pase algo, siempre y cuando mi posición prevalezca frente al otro (la única condición relevante es la verdad, ya que no se puede solicitar ni dar perdón por nada). Esos límites pervierten cualquier intento de reconciliación real, y abonan el terreno para el exterminio de los desmovilizados o para su reincidencia futura en la guerra que nominalmente ya terminó.

Más arriba mencioné el talante religioso de los enemigos de la paz. El grueso de quienes son incapaces de comprender que la paz requiere de un perdón real son cristianos practicantes –católicos o protestantes–, y al insistir en disfrazar su sed de venganza con, por ejemplo, el traje efectista de los tecnicismos legales, desobedecen los más fundamentales principios éticos de su doctrina.

Resulta una patraña cuando los líderes y los adeptos de la derecha más recalcitrante rezan a su dios todos los domingos: “…perdona nuestra ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Es que el perdón es una vaina jodida.

Jorgei13@hotmail.com - @desdeelfrio