No hace mucho tiempo, aunque más del que yo quisiera, aprendíamos a jugar Monopolio. En aquel entonces el juego se llamaba “Hágase rico” y, no habiéndose aún tejido la internet, la pegajosa red global que todo lo atrapa, los llamados juegos de mesa eran una forma de franquear la ociosidad de las largas vacaciones escolares. Entretanto, comenzaban a perfeccionarse la memoria y la capacidad de razonamiento táctico y estratégico, artes que son definitivas a la hora de alcanzar objetivos. Como en la vida real, en el Monopolio los jugadores se disponen a apoderarse del mayor número posible de propiedades, del mismo modo que a tomar control del sistema ferroviario y adueñarse de las empresas de servicios públicos. Como en la vida real, en el juego el dinero tiene el rol más importante, y, como en la vida real, tras él suelen corromperse gran parte de los valores fundamentales para coexistir en sociedad. El Monopolio es una lucha de poderes que exacerba la avaricia natural de los humanos y muestra cómo, para obtenerlo, algunos participantes comienzan desde muy jóvenes a manifestar su inclinación por la trampa y toda suerte de artimañas. Bien lo dice un refrán muy popular: “en la mesa y en el juego se conoce al caballero”.

Como en el juego, en la realidad del país el monopolio del poder político ha tenido como fin la apropiación de los recursos del Estado y la acumulación de tenencias personales. Un voraz mercantilismo, que se tradujo en decadencia ética y moral, permeó las altas esferas de poder y, además, hizo carrera entre la clase dirigente colombiana, hasta el punto que se volvió un lugar común calificarla como un fiasco cuyo desempeño raya casi en lo ridículo. En Colombia –como diría Salman Rushdie en una entrevista haciendo alusión a la realidad política que, al sentir de uno de los personajes de su más reciente novela, se toma Washington– también “estamos gobernados por lo grotesco”. Gobernados por lo “irregular, grosero y de mal gusto”; por lo incoherente y absurdo. No pueden catalogarse de otra forma los bochornosos movimientos que ocurren en el escenario político nacional. En torno a la implementación de los Acuerdos de La Habana, y amarrados perversamente a los intereses electoreros, el saboteo, por un lado, ha sido descomunal, mientras por el otro la incompetencia ha sido garrafal. Entre ambos, la intransigencia de las Farc. Si para algo ha servido transitar este escabroso camino, ha sido para exponer toda la ruindad y el oportunismo latente en nuestra clase dirigente; errática, mezquina, alevosa, se ha valido de la ley para dilatar, a conveniencia, el único propósito que hubiera podido cambiar el destino de los colombianos. De hecho, la de hoy es una Colombia distinta, y es una lástima que pudiendo reivindicar su imagen ante el mundo, el cuasi desmantelado discurso de la paz, convertido en el burdo espectáculo de una ralea caricaturesca, amenaza con acabar de destruirla.

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