En hace ya varias columnas yo tomaba el tema de la masacre y expulsión masiva de los birmanos pertenecientes a la minoría rohingya, víctima de un nuevo genocidio, esta ola, cada vez más degradante para la raza humana, que asola los cuatro puntos cardinales del mundo. Y que, al escribir hoy, las circunstancias se repiten exactas sirviendo de marco a la visita por estos días a Myanmar y Bangladesh del Papa Francisco –la bendición que parece nos ha puesto Dios en estas circunstancias prebélicas del mundo– en las que juegan los poderosos Trump y su colega de Corea del Norte, Kim Jong-un, desafiante, lanzando misiles, mientras nuestro buen Papa anda por el misterioso mundo asiático abrazando a los excluidos, los sin nombre y los sin patria. Una visita de amor a un país budista con el equilibrio de la diplomacia, para no herir la sensibilidad de las autoridades ni al ejército, que lo recibe sin olvidar la denuncia de Francisco desde su balcón tribuna de la persecución de los rohingyas. Las autoridades católicas asiáticas le sugirieron que no volviera a usar la palabra persecución durante su visita, para evitar una posible revancha estatal y que seguro usará en su entrevista con la premio nobel de Paz birmana, nadadora entre dos aguas, Aung San Suu Kyi, consejera de la dictadura.

Manteniendo el equilibrio en la cuerda floja que supone su visita, el Papa ha logrado que más de 800.000 rohingyas expulsados puedan regresar a sus casas voluntariamente. Milagro de un intenso viaje de amor, diplomáticamente contestatario, en un país con 135 etnias reconocidas, la mayoría budista y el 4% católico. Todo un valiente viaje de paz que consuela al mundo.