Muchos años esperó el Museo de Arte Moderno de Barranquilla para mudarse al entorno natural que se le había designado: al lado del Parque Cultural del Caribe. Entre los planes, también estaba que la Cinemateca del Caribe tuviese allí su sede, conformando un complejo cultural importante para la ciudad y la Región.

Efectivamente, o finalmente, vemos cómo se erige una interesante edificación al lado del parque cultural mencionado. Expectantes, rogamos a las diosas del mar y de la brisa, que se pueda finalizar la construcción y trasladar allí la tan esperada para un museo de arte moderno que nos represente.

Pero quienes parecen escuchar nuestros ruegos, son las sirenas del río que habitan en las malolientes aguas del caño aledaño, ese que tiene otra ilusión preciosa de ser parte de un edificio ahora dedicado a la cultura. Ellas saben que pasamos de un golpe a otro.

No nos alcanzamos a reponer de la pérdida del Teatro Amira, cuando aparece el nuevo anuncio: problemas financieros en el Parque Cultural del Caribe. ¿Y entonces? ¿Qué dice eso de nosotros? ¿Acaso, que como ciudad no podemos mantener nuestros importantes centros culturales? ¿Y el nuevo vecino, el museo, se quedará solito esperando ser suficiente para mantener las ilusiones?

Las sirenas alaban nuestro emprendimiento y nos llenan los oídos de cantos melodiosos ahora que nadan pasando del caño al río. Se asoman por la avenida que ya tiene la mayoría de sus faroles oxidados y las callecitas llenas de hierba ligada a la falta de amor, de mantenimiento.

Son animales mitológicos que remontan los bordes del malecón anunciando una puerta de oro con un brillo mentiroso porque es de cemento pulido, como las ideas a las que nos hacemos mientras cantan en el agua dulce. Saben de los espacios enormes que no pueden visitar a menos que vendan su voz y les sean concedidas piernas.

Las quiero imaginar saliendo del agua, convirtiendo sus aletas en lentejuelas de todos los colores, alistándose para la verdadera fiesta. No la del ballet, o el teatro, o la danza contemporánea, o el jazz o la música clásica. La otra, la mejor, la única que nos cobija a todos: el carnaval, la ventolera que se aproxima con este diciembre lleno de agua.

La poesía sigue remota, esperando desde la Aduana por donde pasan las noticias, las canciones, los colores y las acuarelas que se convierten en estatuas que miran, ora hacia la Intendencia, ora hacia Barlovento, ora hacia el Parque que se derrite y el Museo que se eleva mientras sueña con muchas visitas.

Encuentra la poesía, en cambio, pesadillas que anuncian que un edificio más puede convertirse en otro elefante. Uno de esos que no viven en el Caribe, pero que pisa fuerte y levanta la trompa si lo molestan demasiado, amenazando con aplastarnos. Es así como imagino a ese nuevo museo suspirando por un Centro que no termina de desenredarse, de dejarnos ver la ciudad que aún no merecemos.