Alrededor de 2.000 millones de personas, casi un tercio de la población mundial, conmemoran mañana el acontecimiento fundamental de su fe.
Alrededor de esta y de todas las religiones, de sus doctrinas y de sus maneras de explicarlas, también se esgrimen, de vez en cuando, los argumentos que pretenden controvertirlas, negarlas, vencerlas, casi siempre a través de los análisis racionalistas que apelan a esa otra religión: la ciencia.
He escuchado a una gran cantidad de ateos, algunos de ellos con una sólida formación académica, caer en la inocente tentación de basar su supuesto triunfo sobre los creyentes (a quienes paradójicamente llaman ‘inocentes’) en el hecho de que para el pensamiento moderno resulta imposible que Yahvé haya escrito cosas sobre una piedra, que Alá haya dictado todas y cada una de las letras del Corán, que Shiva tenga cuatro brazos y una sonrisa terrible, y, por supuesto, que Jesús haya resucitado luego de su crucifixión. A estas victoriosas arengas cargadas de lógica, les suman insoportables diatribas contra las diversas explicaciones mitológicas de lo divino: Adán y Eva, Moisés abriendo las aguas, Thor blandiendo su martillo, Buda meditando a tres metros del suelo.
Esta confrontación inútil e infantil también ha sido promovida desde la orilla de quienes creen: las jerarquías de todas las religiones se han quedado en las maneras antiguas, algunas hermosas y otras torpes, de explicar la conexión de los hombres con el insondable destino del universo, con el misterio de la vida, con nuestra necesidad de trascender, como si aún le estuvieran hablando a los hombres indefensos de hace cinco mil años.
La fe religiosa no es un capricho infantil cuyo resultado son fábulas acerca de manzanas prohibidas, dioses implacables, lenguas de fuego o bestias de siete cabezas; por el contrario, responde a una intuición fundamental de que existe algo que excede nuestro entendimiento, una pieza que no encaja en el finito ejercicio científico. Las herramientas que históricamente hemos usado para expresar esa sospecha fundamental de que no bastan los sentidos ni las insuficientes certezas de nuestra conciencia, dependen, por supuesto, de las culturas, de las épocas y de los falibles resultados de la experiencia.
¿Qué importa que dios esté representado en una roca, en un humanoide de cien ojos, o en una estrella que se muere? ¿Qué importa cuáles sean los títulos de los que creen, de los que no creen y de quienes no están seguros?
Siempre y cuando no caigamos en el exagerado culto a las formas y en los dogmas que nos apartan de nuestra naturaleza, se vale, en esta y en todas las fechas sagradas de todas las religiones del mundo, encontrar en sus mensajes fundadores algún resquicio por donde se cuele la ética, la tolerancia, la paz, la solidaridad, el perdón, el amor.
Jorgei13@hotmail.com
@desdeelfrio