En la víspera de la Navidad de 1914, cien mil soldados alemanes y británicos están atrincherados frente a frente en las afueras de Ypres, Bélgica. Los hombres están cansados y ateridos. Por semanas se han atacado mutuamente sin que ningún bando haya podido sacar ventaja. El suelo, endurecido por el invierno, está cubierto de metralla, alambre de púa y árboles desarraigados por las explosiones. Y de cadáveres.
No sabemos quién fue primero. Hay testimonios que dicen que los alemanes y otros que dicen que los británicos, pero igual no importa, como tampoco importará al final de ese conflicto absurdo quién haya lanzado la primera piedra. El hecho es que, en medio de la noche y el frío, se escuchó de repente el murmullo de unas voces cantando. Aun en el idioma bárbaro de la trinchera de en frente, la melodía era reconocible. El enemigo estaba cantando Noche de paz.
A algún soldado se le ocurrió acompañar con su dulzaina el canto intruso, que burlaba el alambre de púa. Sus compañeros unieron sus voces, cantando en su lengua. En el corredor inhóspito que separa las trincheras –la llamada “tierra de nadie”–, el zumbido de los proyectiles fue reemplazado un coro de rivales a muerte unidos por el espíritu de la Nochebuena. Bastó una canción amiga para que implacables enemigos, condenados a exterminarse en una lucha sin cuartel, recordaran su humanidad común. Y se atrevieran, arriesgando sus vidas y sin otra garantía que la de un villancico compartido, a hacer lo que vino después.
Tenemos cartas enviadas por combatientes a sus familiares, así como fotos de esa espontánea e ilícita “Tregua de la Navidad”. Por eso sabemos que sí ocurrió, y no en un solo sitio, sino en varios puntos del Frente Occidental.
Sabemos que los soldados salieron de las trincheras, primero cautelosamente y luego con más confianza al ver que los del otro lado salían también. Sabemos que intercambiaron regalos: jamón enlatado, tabaco, vino, chocolates, botones del uniforme. Sabemos que se dieron la mano y se desearon una feliz Navidad. Sabemos que algunos intentaron jugar un partido de fútbol sobre la tierra congelada. Sabemos que se miraron desconcertados, tratando de indagar en los ojos del otro (ese otro que era ellos mismos) qué demonios estaban logrando allí, matándose. Sabemos que recogieron los cuerpos que habían quedado tirados en el fuego cruzado para enterrarlos dignamente. Y entonces se dijeron adiós, se desearon suerte, dieron la vuelta y regresaron a su trinchera a continuar la guerra.
No sabían que esta apenas comenzaba y que ensombrecería tres navidades más que la mayoría de ellos no verían.
He recordado esa historia en estos días porque llevo semanas leyendo sobre, y pensando en, las líneas, a veces arbitrarias y a veces mortales, que dividen a las sociedades: eso que hoy en Colombia llamamos ‘polarización’.
Pensando, sobre todo, en cómo se atenúan esas líneas –esas tierras de nadie– y se logra un encuentro justo allí donde se piensa que es imposible.
A todos los amigos y amigas de este espacio, les deseo una muy feliz Navidad.