“A través del invierno invocamos la primavera, / toda la primavera llamamos al verano, / y cuando ya resuenan los setos rebosantes / declaramos que lo mejor es el invierno. / Y después nada hay bueno / porque la primavera no ha venido. / No sabemos que aquello que perturba nuestra sangre / es solo su nostalgia de la tumba.”
El hombre suele aturdirse ante los finales. Ante una existencia efímera que no le brinda certezas de lo que pudiera haber más allá de la encarnación; ante el amor que, sin advertencias, huye raudo; ante el tiempo que, implacable, destruye por igual piedras y flores. En La escalera de caracol y otros poemas –una de sus obras maestras– el memorable W.B. Yeats consignó, entre otras cosas, su íntima visión de esos finales: “Ni temor, ni esperanza / acompañan al animal agonizante. / Un hombre aguarda su fin / temiendo y, esperando todo; / muchas veces murió, / muchas se levantó de nuevo.” En la palpable sencillez de tales versos se esconde la crudeza de los finales recurrentes que –a lo largo de la vida– el ser humano suele sortear amparado en la esperanza de un mañana, y a los que un poeta como Yeats puede aproximarse mediante la fascinante intervención de lo simbólico.
Lo difícil de aceptar que algo se acaba, es que en ello vislumbramos que alguna vez todo acabará. Temiendo, esperando, transcurren uno tras otro los días que bien pudieran acercarnos a esa verdad que nos resulta tan severa como angustiosa; por el contrario, nos resistimos a asumirla como parte de un ciclo natural y acabamos por enmarcarla en un dramático escenario terminal. “Un gran hombre en su orgullo / al enfrentar asesinos / hunde en el escarnio / la cesación del aliento. / Él conoce la muerte a fondo. / El hombre ha creado la muerte.” Así concluye Yeats el poema que titula Muerte, una palabra, un concepto, un estado considerado comúnmente calamitoso al que nos remiten los finales cotidianos, y que, por lo general, pretendemos olvidar.
Llegamos por estos días al final de un ciclo que no es otra cosa sino el tiempo transcurrido mientras la tierra da una vuelta alrededor del sol. Sin embargo, en ese postrer instante en que cambiamos de un año a otro pareciera decidirse la suerte de los días venideros. Temiendo, esperando, recibimos el año nuevo con una infinita lista de deseos y una multitud de agüeros. Pero, ¿acaso podrían las cosas suceder conforme estamos deseando o evitando que sucedan? Todo indica que ellas operan con una lógica inmutable. Se dice que los temores y esperanzas son apegos; que ambos surgen de conceptualizaciones por lo general erróneas; que en ellos se fundamenta toda la angustia que siente el hombre cuando intuye que algo termina; por tanto ¿acaso no deberíamos comenzar un nuevo ciclo sin las aprensiones de un ayer ni las ilusiones hacia un mañana? Aceptar los finales naturalmente. Disponerse a recibir un año más sin miedos ni expectativas. Que todo fluya como debe ser.
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