En estos momentos de nuestra historia, estremecida por los cambios que se vienen gestando en relación con los Acuerdos de Paz, no es extraño observar la remoción en las estructuras mentales que ha causado la mal llamada ‘ideología de género’.
He leído frases disonantes –por no decir vulgares– por las redes sociales y columnas en los periódicos que ‘teorizan’ equivocadamente sobre aquella categoría, y no faltan ‘exponentes’ que utilizan la confusión para que afloren, desde lo más profundo de su ser, intolerancias que se resisten a los cambios. Y aquí no excluyo a mi propio sexo, ya que no estamos exentas de reproducir la ideología machista, y ante la cual, muchas veces, nos convertimos en reproductoras de la misma.
Desde mi mirada y formación feminista, el lenguaje de la inclusión tiene un significado muy profundo, que mueve los cimientos sociales en su lucha por la conquista de los derechos de las mujeres, y que ayudó a fundamentar desarrollos por académicas feministas en la construcción del concepto de género. En este sentido, el análisis de género permite visualizar, dentro de un sistema social, que las relaciones entre los sexos son relaciones de poder y evidencia que en la sociedad se adjudican roles diferentes. Señala que las tradiciones e instituciones transversalizan la cultura. No obstante, por la dialéctica de la propia sociedad, estos roles pueden ser transformados.
Miles de ejemplos fluyen en la historia, pero la presión llevó, tras muchas movilizaciones, convenciones y conferencias internacionales en el siglo XX, a la aprobación, entre otras, a eliminar “todas las formas de discriminación contra las mujeres”, y en la Conferencia de Viena, en 1993, al reconocimiento de que los Derechos de las Mujeres son Derechos Humanos.
Necesariamente el lenguaje ha debido transformarse, y ya no podemos aceptar un mundo solo de lenguaje masculino, consciente de que existen diversas lenguas como nichos lingüísticos y que pueden poseer categorías neutras, mientras que en otros existen lo femenino y lo masculino. Es cierto que el lenguaje masculinizado invisibiliza a las mujeres, y que la categoría género marcó la diferencia para que otros grupos se reconocieran en la reivindicación de sus derechos. Pero también el mundo ha cambiado a través del lenguaje, y ha contribuido para que se realicen innovadores aprendizajes, nuevos discursos y trasformación de códigos culturales que dignifican a las mujeres.
A partir de lo expuesto, la ridiculización por el fallo de un juzgado en Bogotá, en donde se manda a corregir la frase: “Bogotá mejor para todos”, muestra que así debería ser el lenguaje abierto, no sexualizado. Por ello, la Ciencia Política y sus capacidades interpretativas arroja categorías incluyentes, como: “Bogotá para la ciudadanía”, superando el uso de lo femenino y lo masculino. Sinteticemos: el lenguaje no es ‘machista’, sino la reproducción masculinizada de los que tienen cárceles mentales con categorías excluyentes, corroborando lo que, con énfasis, ha escrito Florence Thomas: “lo que no se nombra no existe”.
Se puede y debe a aspirar, entonces, a un lenguaje inclusivo, de paz, más evolutivo, en consonancia con estos tiempos abiertos que corren.
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