La foto muestra un dibujo de Jaime Garzón con una expresión entre la incredulidad y el horror. Justo encima se lee “El Centro Democrático es confianza” en una valla en la que este partido reinventa su mensaje. Así como lo hizo en el pasado con el tema de la seguridad, toma ahora por bandera justo lo que Colombia más necesita: confianza (no se puede negar la enorme sintonía de Uribe con el país). La desconfianza es el primer síntoma de esa enfermedad que envenena el alma llamada odio. No sorprende que promueva su antídoto justo uno de los partidos que más se ha encargado de propagarlo. La publicidad busca blanquear el miedo que genera. “Que todo cambie para que todo siga igual”.
Pero, ¿es posible desarmar los espíritus en Colombia? ¿Es posible confiar en alguien, así sea en uno mismo que es en quien uno menos confía? En el programa de María Jimena Duzán, Julián de Zubiría Samper, director del Instituto Merani y experto en educación, esta semana soltó una bomba a la que nadie le paró bolas: “Según una encuesta mundial adelantada en más setenta países, mientras los chinos confían en el 65% de la gente que conoce y los nórdicos en el 75%, los colombianos solo confiamos en el 5%”. ¡El 5%!
El dato aterra pero no sorprende, porque en el país todo el mundo mira al otro por encima del hombro, con la arrogancia de quien exige respeto sin merecerlo. Hay esa urgencia por etiquetar y etiquetar, es decir que el otro es diferente, que no me parezco a él y, por tanto, debo alejarlo de mí porque no es alguien confiable. Uno sale a la calle esperando lo peor: sabe que volver a salvo es casi un milagro. Y no por la inseguridad, que ya es mucho hablar. Es más por tener que tropezarse con los miedos y los odios y las inseguridades y las desconfianzas de los demás, quienquiera que sea, de la plaza de mercado a Carulla. Este país agobia y estresa y hace daño y resta energías y todo es una pelotera. Aquí no se vive: no hay paz ni felicidad. Hay en cambio una resignación “porque me tocó vivir aquí” que a cada quien le genera un profundo malestar.
Las frustraciones por las metas personales no alcanzadas, la falta de oportunidades, la ilusión de futuro que se desvanece, la exigencia de consumismo sin tener con qué, la pesada carga de la vida que ya no se vivió, el continuo enfrentar la ética propia con la del mafioso exitoso: es difícil no odiarse a sí mismo. Son también las redes sociales, que intoxican, desinforman, falsean y despedazan el incipiente tejido social. Es la “gente de bien”, esa que vaga arrogante, pretenciosa, tratando de enderezar un ego que morirá dormido porque es un ego de apariencias. Parecen grita: “Respétame porque tal es mi apellido, respétame porque tengo dinero, respétame porque usted no sabe quién soy yo”. Y no son más que un amasijo de odios y contradicciones. Y es la política y la polarización y los candidatos que insultan por ganar clickbaits, pues el odio genera publicidad.
Vivimos en el peligro de la crueldad de quien se ha derrotado de antemano. Vivimos en su delirio y por eso nosotros ya también nos hemos derrotado al desconfiar, sobre todo, de nosotros mismos. Ya que es tiempo de reflexiones, ojalá cada quien piense en sí mismo y, al quererse, sepa que no tenemos que desaprovechar este país, que todavía podemos arrancárselo al odio. Y como dicen que dijo Joyce, “si no se puede cambiar de país, cambiemos al menos de conversación”.
@sanchezbaute