José Mujica goza de un estatus especial en la política latinoamericana. Sus seguidores ven en él a un sabio oracular, una beatífica amalgama de San Francisco de Asís, John Lennon y papá Pitufo. Quien ose criticarlo, como descubrió Álvaro Uribe en estos días, enfrenta la ira santa de los devotos.

El exmandatario austral se ganó esa fama por su sencillez. Antimaterialista y austero, regaló su salario de presidente, rechazó vivir en la residencia oficial uruguaya, pregona la humildad y el desprendimiento y se mueve en un escarabajo Volkswagen del 87. Pero el ‘estilo Mujica’, para muchos admirable, no puede ser una receta para toda la sociedad. Y menos para la latinoamericana.

Mujica le habla al idealismo que hay en todos. Todos quisiéramos un planeta menos consumista, más cariñoso, más justo y menos conflictivo. Pero ‘el Pepe’, quien comparte nuestro inconformismo, no ofrece alternativas razonables. Peor, nos invita a construir un mundo irreal en el que esas insatisfacciones desaparecen con la varita mágica de que todos hemos decidido ser buena onda y creer en el amor. En eso hay poco de revolucionario y mucho de añejo. Pues, al final, las filípicas antimercado del uruguayo no son más que la nostalgia de las utopías colectivistas del siglo XX, que todos sabemos como terminan. Por algo quiso tanto a Chávez y a sus huestes socialistas.

La renuncia radical al materialismo es una fuga de la realidad. Chévere ser como ‘Pepe’, pero, si todos somos así, ¿quién va a crear empresas y generar empleo? ¿Quién va a esforzarse por encontrar el duro equilibrio entre desarrollo económico y sostenibilidad ambiental? ¿Quién va a encarar –pues existen– la maldad y el crimen?

Lo que menos necesita América Latina es la pasividad bucólica que promueve Mujica, con su desprecio por el mercado y el capital. El continente exige más desarrollo, más dinamismo, más industria, más producción y sí, más consumo, que es una de las definiciones de prosperidad. Como escribió el periodista Andrés Oppenheimer, “los presidentes latinoamericanos deberían dejar de hablar babosadas sobre el inexorable fin del sistema y ponerse a trabajar –como los países asiáticos– para ser más competitivos en la economía global”.

Aclaro que no es nada personal contra José Mujica, el hombre de carne y hueso. En 2012, de hecho, dije que era mi ‘personaje del año’ por su audaz propuesta de legalizar la cannabis en Uruguay, país pionero en esa sensata medida. Y confieso que con frecuencia me atrae la idea de un cierto ascetismo en los hábitos y el modo de vivir… aunque mis tentativas de ponerlo en práctica culminan siempre en epicúreos fracasos.

No, mi rechazo no es a Mujica el hombre, sino a Mujica el mito. Esa insistencia en que el mundo sería mejor si todos viviéramos como él. La insinuación de que la pobreza es una virtud y no una calamidad que debemos trabajar para erradicar. La fábula de que el progreso queda hacia atrás. Cada quien puede evaluar si Mujica es un ejemplo a seguir en su vida personal o no. Pero América Latina necesita una estrella distinta para guiar la navegación.

@tways