Lo peor de llamarse Anacleto o Petronila es que la cara se te acabe pareciendo al nombre. Pero lo contrario quizás sea todavía peor: que la cara y las costumbres refuten el nombre de bautizo. Hay mucho Prudencio lengua larga, Cándido ladrón y Pura descuidada.
Se quejaba burlón Montaigne de que ya se habían perdido los nombres con carácter. Evoca algunos: Grumedán, Quadragante, Agesilán... Esos, más que nombres, eran augurios de proezas viriles y poder de fuego. La otra cara de la moneda le cayó al doctor Johnson cuando quiso incursionar y fracasó en el teatro porque, entre otras cosas, a sus heroínas les ponía los nombres más mata pasiones de todos: Zósima, Properantia, Rhodoclia… Así no hay poeta que rime un suspiro…
Quien siempre estuvo pendiente de los nombres fue García Márquez, como buen cervantino que era (el Quijote se inventó el de Dulcinea por parecerle nombre “músico, y peregrino, y significativo”, y de Cervantes son los de la princesa Micomicona, Brandabarbarán de Boliche y el del gigante Caraculiambro). En estas mismas páginas de EL HERALDO, en marzo de 1952, García Márquez publicó un genial artículo titulado “Hay que parecerse al nombre”. Pedro le parecía nombre de persona “arisca, malhumorada y de barba atrasada”. Leónidas, de “hombre pequeño, de miembros menudos y rostro aguileño”. Vespasiano había de calzar “por lo menos 42”. Y Benito Mussolini tenía cara de llamarse Napoleón, en cambio el chiquitín Napoleón “parecía cortado sobre medidas para llamarse Benito”.
Sin embargo, de los nombres lo mejor viene en Crónica de una muerte anunciada. Cuando Bayardo San Román vio a Ángela Vicario enseguida dijo “tiene el nombre bien puesto”. Y bien puestos lo tienen todos en esta obra con cara de tragedia griega y nombres bíblicos: Santiago, Pedro y Pablo. También Poncio, Lázaro, Magdalena y María. No falta ni Cristo: el doctor Cristóbal ‘Cristo’ Bedoya. Y, de vacilón, a la criadita de la casa de Santiago Nasar, quien todavía era “un poco montaraz” y “parecía sofocada por el ímpetu de sus glándulas”, le puso de nombre Divina Flor.
Pero el mejor es el de María Alejandrina Cervantes, la dueña de la “casa de misericordias” del pueblo, quien, además de “sus mulatas de placer”, tenía un “regazo apostólico” en el que enseñó muy bien a toda la muchachada de esa generación. Con ella García Márquez quiso proclamar sus raíces culturales, como luego se confirma en su autobiografía: le puso María, por la tradición católica; Alejandrina, por los clásicos griegos; Cervantes, por todo el Siglo de Oro español.
Y con nombres, destinos griegos y pulso cervantino es que García Márquez concluye aquel maravilloso capítulo donde Pedro y Pablo Vicario obligan a su hermana que confiese quién fue su burlador:
“Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
–Santiago Nasar– dijo”.
Si, en cambio, se hubiera llamado Napoleón Brandabarbarán, seguro que los hermanos Vicario no se atreven a matarlo.