Envejecer es triste, metafísicamente triste, y nadie quiere hacerlo. Lo prueban, a lo largo de los tiempos, la busca de la fuente de la juventud y del elíxir de la vida; la historia de El retrato de Dorian Gray; el uso de toda suerte de productos farmacéuticos contra el paso de la edad.

En vista de que todos los recursos conocidos para retener o prolongar la juventud, a la corta o a la larga, fracasan, y de que por tanto la vejez es inevitable, algunos se valen de expedientes paliativos. Uno de ellos es ocultarla en un recogimiento circunscrito a los más cercanos círculos familiares. Esta estrategia (válida si no va contra la propia voluntad) puede resultar más o menos fácil para quienes no son figuras públicas; para quienes lo son, en cambio, presenta dificultades en mayor o menor grado, según el tipo de actividad que desempeñen.

Así, un escritor puede seguir dedicado a su oficio hasta la edad más avanzada sin tener que aparecer en ningún acto de cubrimiento mediático; incluso, puede optar por rehusar que se publiquen fotografías recientes suyas en sus nuevos libros o en sus artículos de prensa. Un científico también puede seguir laborando de viejo sin necesidad de dar la cara al respetable. Hay otras actividades cuyo ejercicio conlleva por fuerza ser joven –las de futbolista, tenista, ciclista y otras clases de deportistas, reina de belleza, bailarín de ballet, etc.–, de modo que sus exponentes, sin perder la fama adquirida, pueden envejecer fuera de los reflectores.

Pero ¿cómo se mantiene en activo un actor o actriz de cine o televisión una vez que ha llegado a una senectud evidente sin exponer ésta? ¡En tal ocasión no puede recurrir a un doble! La única forma, pues, de seguir vigente en este arte aun en el otoño y en el invierno de la vida es encanecer, llenarse de arrugas y flacidez, encorvarse y volverse, en fin, decrépito delante de la mirada de las millonarias audiencias. Son muchos los profesionales de la pantalla que no tuvieron ni han tenido inconveniente en hacerlo, incluidos quienes además fueron admirados y hasta idolatrados por la belleza de que gozaron en su juventud y madurez.

Hay, sin embargo, el caso singular de una gran y bella actriz que se retiró del cine apenas a los 36 años, en olor de celebridad, y se recluyó en una privacidad casi invulnerable hasta su muerte, y nadie podría desmentir que lo hizo para no marchitarse en público: Greta Garbo.

En el caso totalmente opuesto al de la Garbo, está el de alguna que otra estrella que, retirada ya de la actuación precisamente por su excesiva vejez y por las canalladas que ésta inflige, no cesa de exhibirse o permite que la exhiban ante el público sin necesidad. El más reciente fue el de Kirk Douglas. Resultó triste, metafísicamente triste, el contraste –que los productores de la gala de los Golden Globes parecieron querer remarcar– entre el Douglas atlético y vigoroso de los pasajes proyectados de algunas de sus grandes películas y el Douglas que, decrépito y reducido a una silla de ruedas, fue puesto en el escenario insustancialmente, ya que apenas dijo nada por la moribundez de su voz. Los glamurosos concurrentes lo aplaudían pero lo veían con la cara que debió poner Siddharta Gautama en su primer encuentro con un anciano y, como él, cada cual debió de preguntarse: “¿Qué es lo que le pasa? ¿A mí también me sucederá eso?”.

A esa edad, por lo demás, sería deseable tener la sabiduría suficiente para encontrar ya vulgares o aburridos esos despliegues de boato y vanidad en que, en buena parte, consisten estas ceremonias de Hollywood.