Todos a los que la vida nos ha puesto en el brete de vivir entre dos orillas estamos destinados al padecimiento incurable de la nostalgia. Estés donde estés, siempre tendrás el corazón en la otra parte. Y al mismo tiempo dar gracias a Dios por haber acertado en el lugar para quedarte. Yo ya estoy de nuevo en mi lugar elegido, desde donde los recuerdos me ratifican la suerte de mi elección. He podido volver, esta vez sin la compañía del amor de mi vida, y con la de mi hijo –en lugar de su padre– a uno de los lugares de más fuerza en la historia contemporánea de Europa: Praga. Ya despejada de su todavía no tan lejana dependencia de la URSS, con el recuerdo, que no debe olvidarse, de la Espada de Damocles que supuso su invasión comunista, que la llevó a una protesta de estudiantes donde cayeron y dejaron su sangre los jóvenes de 1968 bajo los tanques soviéticos en aquella ‘Primavera de Praga’ en cuyo recuerdo he vuelto a pararme en el lugar donde empezó la protesta. Esta vez no he puesto como hace unos años un clavel en la acera, pero sí me he parado y he tenido un recuerdo emocionante por aquellos jóvenes que dejaron su sangre para que naciera la República Checa con la capital Praga, una ciudad inolvidable, sobre todo cuando la has podido disfrutar en una noche de ensoñación desde sus puentes sobre el río Moldavia, a la que esta vez vuelvo sin el amor de mi vida, pero con los frutos –como me decía estos días un amigo querido– de ese amor, que ya alcanza la generación de mis nietas.
Un anochecer en el Puente Carlos sobre el río Moldavia es una imagen para llevar en el corazón, desde esa Praga a la que llaman ‘el corazón de Europa’.