Así como el cartero llama dos veces, y el asesino vuelve al lugar del crimen, al borracho siempre le entra un arrebato terco de llamar por teléfono a su dulce enemiga, sea la hora que sea y sin distinción entre un romance vivo y floreciente, y uno ya marchito y hasta con terceros implicados. El borracho llama.
Fue Plinio el Viejo quien dijo que “en el vino está la verdad”. Pero completó mal la frase diciendo que “en el agua la salud”, sin querer mencionar siquiera que ahí también reside la mentira. Todas las mentiras del corazón: que si “nunca más”, “mejor pa’ mí”, que si “ya la olvidé”, “en realidad nunca la quise”, que si “ni me duele que ella ahora tenga otro amor”. Todas esas mentiras del agua saludable, el vino rico las echa abajo enseguida, enfrentando así al hombre con las verdades más rotundas que escondía su pecho.
Por eso es que el borracho llama. Porque el borracho –como los niños, que nunca mienten; como Cristo, que murió por ella, y como Aristóteles, que declaró ser más amigo suyo que de Platón– siente una pulsión frenética por la verdad, por decirla toda y ya mismo, tiene que ser ahora, ¿dónde está el teléfono?
El problema es que la verdad romántica ignora con desdén las más flagrantes contradicciones. Se ha sabido de borrachos que llaman con bulla en plena madrugada diciendo “no te quería despertar”. Y, si su adorado tormento tiene pareja, “yo no te quiero causar problemas con nadie”. Y, ante los intentos disuasorios de los amigos, aducen que solo quieren llamar “para decirle que es la última vez que la llamo”, o para exigirle “que nunca me llame de nuevo”, o quieren llamar no para intentar volver con ella –¡ni que fuera bobo!–, sino solo para explicarle con detalle a la susodicha “lo único que a mí todavía me duele y no entiendo de ti…”.
Cuando, en cambio, se trata de un amor legal y vigente, la llamada del borracho es alegre, lírica y expansiva, como un vallenato a la orilla del río. Así quiere exaltar sus sentimientos, confirmar el permiso y, ya de paso, renegar de los amigos de parranda, que no saben beber y son unos insensibles. La cosa se complica si la amada, a modo de despedida, le pide que le mande un beso. “Ahora, no… De verdad que ahora no puedo…”, le contesta atolondrado. Pero los amigos eso sí lo oyen y enseguida adivinan y comienzan con la rechifla: “¡Mándale el beso!, ¡No seas así!, ¡Mándaselo!”, y resuenan de ellos los besos de burro más sonoros del mundo.
Mucho peor es el despecho. En aquella canción desesperada en que el borracho grita al mozo que le sirva en la copa rota, que quiere sangrar gota a gota, el veneno de su amor, lo que le faltó contar al compositor fue que, después de todo ese espectáculo, el borracho le acabó pidiendo al cantinero que por favor le prestara un teléfono.
Inclusive Neruda se hizo el loco, porque cuando escribió “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, nada dijo de las sorprendentes verdades del vino, ni de la terrible pulsión telefónica del borracho enamorado.