El ciudadano de a pie, ese que se educa para salir adelante honestamente; el que lleva a rastras las desigualdades sociales, la falta de oportunidades, las injusticias, la falta de justicia, la pobreza, el abandono estatal, la miseria en el campo, o esos a quienes se les niegan los derechos individuales o los derechos humanos; ese, repito, no solo ansía el cambio: también quiere hacer parte de él. Por eso se deja llevar, idealista o romántico, por los cantos de sirena de quienes repiten en la plaza pública las palabras que, al oírlas, creen que se las dicen a ellos directamente al oído. “Hay que dejar el pasado atrás, en adelante todo será mejor”.

Otros no creen igual, ora porque ya se han estrellado con esa realidad, ora porque crecieron en otra realidad y no olvidan que “poder” es, ante todo, manipulación, como todas esas promesas para las que los politiqueros insuflan la voz pero que pronto incumplen. Tampoco olvidan que poder ‘implica’ corrupción, incluyendo la del alma propia. La corrupción, para estos, es sinónimo de viveza e inteligencia, mientras que la delincuencia y la violencia en un político son, también para estos, cualidad antes que defecto. Más bien se quejan de aquellos porque “son débiles frente al crimen”, e incluso entre ellos se preguntan si son capaces de votar por alguien que no haya matado nunca. “Un rey que no ha matado es un rey débil”, alegan que así lo acuñó la historia.

La realidad no es tan maniquea como aquí se plantea y hay en ella toda una gama de matices, pero el maniqueísmo es lo más común en política. Cuando se explican demasiado las cosas, la gente desconfía. Apelan a la emoción y a los prejuicios atávicos, nunca al argumento. Así, lo más eficaz es mostrarlas solo en términos de bien o mal; y lo más difícil, dar a entender todas las sutilezas y las cosas intermedias que hay.

Lo peor es cuando este maniqueísmo se expresa desde el fanatismo religioso. Hay personajillos siniestros por ahí que se indignan por Dios. Como si Dios les hablara a ellos, solo a ellos, y los designara sus voceros en la tierra, juzgan en su nombre. Estos líderes del fanatismo, grandes manipuladores de su feligresía, toman cada vez más fuerza y, como una garrapata en el lomo de un perro, se aferran miedosamente al poder en Colombia. En lugar de servir a la causa común, amañan la política a las causas morales personales. Queman, prohíben, señalan y estigmatizan lo que saben que incendia a los electores y el elector se deja ‘comprar’ fácilmente cuando estos politiqueros montan un escándalo ‘moral’ en los medios. Convierten el quehacer de la política en oportunismo y burda propaganda de las consignas y dogmas que más les conviene, mientras se valen de la frase “la política es dinámica” para esconder sus propias incoherencias y su falta de principios, como cuando un día se muestran liberales y apoyan los derechos individuales, y años después se arrodillan por los votos, y el dinero de la reposición de esos votos, ante quienes están en contra de esos mismos derechos y libertades.

@sanchezbaute