La noticia sobre el cese de actividades del Museo del Caribe, divulgada la semana pasada, resulta tan desalentadora como previsible. Hace mucho rato que era evidente el deterioro del edificio y de su contenido, desde la falta de mantenimiento para la conservación de sus exhibiciones hasta las fallas en el sistema de climatización, visitarlo se había vuelto un ejercicio incómodo. Luego del anuncio formal, siguió el desfile de comentarios que reclamaron una mayor atención a estos temas, críticas a su administración y muchas preguntas sin respuesta, el usual coro pasajero que se rasga las vestiduras por los problemas que rodean la cultura barranquillera.
Lo cierto es que el cierre del emblemático museo no parece ser un incidente aislado, han pasado varias cosas que nos obligan a mirar con cuidado lo que está sucediendo con los espacios culturales en nuestra ciudad. Un rápido resumen nos revela una realidad que no parece ser fruto de la coincidencia: el teatro Amira De la Rosa está clausurado y francamente no parece hacernos mucha falta (en principio no he tenido noticias de grandes espectáculos que nos hayamos perdido); el Museo de Antropología de la Universidad del Atlántico tuvo que cerrar sus puertas ante el riesgo de colapso de su estructura, y las obras del nuevo Museo de Arte Moderno están detenidas por problemas administrativos y de presupuesto, un triste compendio de dificultades.
La primera reacción ante un problema que concierne el interés público suele ser culpar al Gobierno. Sin embargo, no creo que en este caso la responsabilidad se pueda adjudicar así, de una manera tan simplista. Me parece que cada uno de nosotros tiene algo que ver con esta difícil situación. Creo que los ciudadanos comunes también somos responsables de este asunto porque le hemos dado la espalda a estos espacios, ignorando que para subsistir necesitan recursos y no únicamente buenos deseos y cariño.
Por eso me atrevo a sugerir que uno de los principales obstáculos a los que se enfrentan quienes tienen a su cargo el cuidado y el mantenimiento de los museos y los teatros es que la mayoría de las personas sienten que su preservación depende exclusivamente del Estado o de algún benefactor providencial. Hace tiempo que creemos que no debemos pagar nada, o casi nada, por escuchar una canción, por leer un libro, por ver una película, o por tener el privilegio de observar una obra de arte. De esta manera se llenan los espectáculos y los eventos sin cobro (los conciertos en el parque Sagrado Corazón son un buen ejemplo), mientras que, con la excepción de los festejos carnavaleros, cualquier otro evento pago observa problemas para llegar al punto de equilibrio.
Vale la pena que como ciudadanos entendamos que los artistas y sus obras no pueden subsistir sin el apoyo decidido de todos, no solo de las instancias públicas.
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