Durante fines de semana acompañé a mi hijo José Gabriel en sus eventos electorales, lo que me permitió volver a visitar muchos lugares del Departamento y conocer de primera mano la calidad de vida de numerosas personas.
Hay que reconocer que diversos sectores de Barranquilla han experimentado importantes avances en estos años. Muchos barrios que conocía hoy muestran un rostro diferente: agua potable, alcantarillado, calles pavimentadas, parques, modernas clínicas y puestos de salud y colegios restaurados que contribuyen significativamente a entregar una mejor calidad de vida urbana a la población, sobre todo en los barrios más vulnerables.
Mientras Barranquilla avanza, su entorno es desolador. Estuve revisando los últimos datos entregados por el Dane sobre indicadores de pobreza del Atlántico, y confieso que no coinciden con lo que percibí en estos meses. Aquí vive mucha gente que la está pasando muy mal, especialmente mujeres y niños.
Las frías estadísticas no dan cuenta de lo que ocurre en el interior de los hogares de miles de atlanticenses que sufren los peores efectos de la pobreza; ni de los sufrimientos diarios, especialmente de madres cabeza de familia, por conseguir los recursos necesarios para la alimentación y el cuidado de sus hijos.
El común de la gente culpa a los gobiernos de que muchas personas vivan en penuria, y esto en parte es cierto. Pero la experiencia nos dice que disminuir la pobreza debe ser un proyecto de país que involucre a todos los sectores de la sociedad.
Chile no es un paraíso, pero en los años 90, cuando volvió la democracia, había más de un 40% de su población que vivía en pobreza y casi dos de cada diez chilenos vivían en la indigencia. En menos de treinta años, Chile llegó a bajar el número de personas pobres al 11,7%.
Reducir la pobreza no es un tema de izquierda o derecha políticas. Canadá tiene una de las tasas más bajas de pobreza en el mundo y es líder en derechos humanos y nunca ha gobernado la izquierda.
Colombia ha debido pagar una elevada hipoteca social. El conflicto armado obligó al Estado a gastar cuantiosos recursos en seguridad que han afectado notablemente la inversión social.
Las intervenciones dirigidas a superar la pobreza se han centrado en transferencias e inversión social, dando prioridad a la satisfacción de necesidades básicas en alimentación, vivienda, infraestructura y servicios. Sin embargo, mucho menos en programas que pudieran elevar la capacidad de las personas para el mejoramiento autónomo de sus condiciones de vida, como programas de generación de ingresos, innovación y tecnología.
En estas visitas con José Gabriel, escuchando a la gente, me quedó clara la débil integración social de las comunidades. Las personas –individualmente– esperan que el gobernante de turno les arregle su problema. Si bien es cierto que la inversión social y las transferencias son necesarias, la participación comunitaria es la base para que los programas sean exitosos. Para que la ayuda que reciben no se sienta como una dádiva del político de turno, sino como un derecho.
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