Vacilantes, sitiados entre política y religión, andamos por estos días como dice un viejo adagio, “de la ceca a la meca”. O sea, de lo uno a lo otro, de acá para allá, de aquí para allí, de un tema al otro; mutando insólitamente y dejando en evidencia las enormes contradicciones que existen entre lo dicho y lo hecho, lo predicado y lo aplicado, lo espiritual y lo terrenal. Son muchas las versiones que se han tejido alrededor del origen de la expresión andar de la ceca a la meca.
Si bien en las distintas interpretaciones se ha planteado una suspicaz relación entre ir desde la ceca –palabra que en árabe significa “establecimiento oficial donde se fabricaba y acuñaba moneda”– hasta la Meca –el lugar sagrado de los musulmanes en que confluyen oración, peregrinación profesión de fe, ayuno y limosna, principios del islamismo–, gran parte de los lingüistas y estudiosos de los dichos coinciden en que ni la ceca ni la meca nombradas en el refrán hacen referencia a tales sitios, sino que son un mero juego de palabras cuyo propósito es rimar, que por su sonoridad son utilizadas para recalcar una idea. En este caso se refieren a ese ir de un lado a otro con negligencia, o de manera disparatada.
En la curiosa nación cultural que conformamos, donde somos generadores de un imaginario colectivo en el cual factores como la lengua, la religión, la raza y el arte confieren identidad y sentido de pertenencia, la palabrería tiene proporciones descomunales. Nos seduce el bla bla bla, la cháchara irresponsable e irracional, sobre todo cuando de política se trata. Consecuentemente, en el escenario preelectoral esa verbalización se torna desenfrenada, aunque fallida a la hora de tomar ciertas decisiones que, como nación cultural, nos permitan una apropiada integración a esa feroz nación política que es el Estado.
De la monserga politiquera pasamos por estos días al discurso religioso como brincando con indolencia de la ceca a la meca. Hoy es jueves santo, el inicio del triduo pascual que en la Semana Mayor representa el momento culminante en que el mundo cristiano conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesús, el hijo de Dios. Más allá de las creencias en las que cada individuo fundamenta su vida, legítimas todas en su diversidad, se podría suponer que este paréntesis de la Semana Santa es una oportunidad para explorar en el intangible –pero incuestionable– campo de la espiritualidad en el que cabe perfectamente la propuesta revolucionaria de Jesús de Nazaret. No obstante, confundimos espiritualidad con religiosidad y, peor aún, cada día cobra más fuerza una peligrosa fusión entre religión y política que parece consolidar un equívoco fundamentalista sustentado en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Política y religión: una mezcla explosiva que en estos tiempos de reflexión nos recuerda una frase popularizada por Thomas Hobbes que dice “el hombre es un lobo para el hombre”.
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