Juega su equipo de fútbol favorito. El goleador se acerca con el balón al arco contrario y un jugador rival lo enreda en un traspié, lo echa al piso y le quita la pelota. El árbitro no pita la falta. Usted, desde el púlpito de la indignación, arremete a improperios contra el televisor.
¿Quién tuvo la razón, usted o el árbitro? Invariablemente, los hinchas del equipo agredido jurarán que la falta existió, mientras que los del otro equipo elogiarán la ecuanimidad del juez. Pero, aunque haya opiniones distintas al respecto, la falta ocurrió o no ocurrió: no pueden los dos tener la razón al tiempo. Y no puede ser un azar que cada bando vea precisamente lo que le conviene a su lado, independiente de los hechos objetivos que transcurrieron en el campo de juego.
Lo anterior es un ejemplo del fenómeno psicológico llamado ‘sesgo de confirmación’, que consiste en que los seres humanos tendemos a ver únicamente aquellos aspectos de un suceso que confirman nuestras opiniones preexistentes sobre él. Dicho de otra manera, cada quien ve lo que quiere ver.
Eso es lo que explica que, tras los debates presidenciales, todos los candidatos resultan ganadores, según a quién se le pregunte. Rara vez dirá el interrogado que a su favorito le fue terrible. Por el contrario, señalará, como evidencia de que tiene la razón, aquellos momentos en que el candidato lo hizo bien, ignorando sus descaches. Y no es que el interrogado mienta o quiera distorsionar la realidad: cree realmente en lo que dice. El sesgo de confirmación es, ante todo, un tipo de autoengaño. Un autogol.
Ese fenómeno, tan común, siempre ha sido un obstáculo para alcanzar el ideal de una democracia que sea un debate basado en hechos y cifras y no un concurso de pasiones, en el que el ganador suele ser quien mejor manipule las emociones del electorado. Pero en tiempos del internet el sesgo de confirmación es más nocivo aún.
Las redes sociales, y el internet en general, tienden a amplificar el sesgo y hacen casi imposible escapar de la burbuja informativa que, sin proponérnoslo, hemos construido a nuestro alrededor. Atrás quedó la época en la que el noticiero de las siete de la noche fijaba la agenda noticiosa del día. Hoy cada quien ve lo que quiere ver cuando hace una búsqueda en Google o ingresa a Twitter o Facebook. Los algoritmos detrás de esos servicios, que nos conocen mejor que nuestras progenitoras, nos complacen con información alineada nítidamente a nuestros prejuicios. Sería mal negocio ponernos incómodos mostrándonos noticias que dejaran en entredicho nuestras certezas más queridas. Nunca antes fue tan cierto aquello de que el cliente siempre tiene la razón.
Hace algunos años, los tecnoutopistas decían que las redes sociales revolucionarían la democracia para siempre; y para bien. En cambio, se han convertido en los espacios más reaccionarios jamás creados por el ser humano. Y no por deriva, sino por diseño: unas cámaras de eco que repiten lo que queremos oír, sazonado con la pizca perfecta de material disonante para que la indignación nos mantenga pegados a la pantalla.
@tways